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El tiempo pasaba y las tensiones entre Andrés y Claudia crecían. Sofía notaba los cambios en su padre: estaba más cansado, más callado, como si hubiera perdido la energía que antes lo caracterizaba. Cada vez que lo visitaba, él intentaba sonreír, pero en su mirada se leía la amargura.

Una noche, Andrés apareció de improviso en casa de su hija. Se sentó a la mesa con Sofía y Marcos, bebió un sorbo de vino y, tras unos instantes de silencio, dijo:

– Hijos míos, creo que he cometido un gran error. Me dejé deslumbrar por la belleza y las palabras dulces de Claudia, y ahora me doy cuenta de que he perdido la paz.

Sofía lo miró fijamente. – Papá, no es demasiado tarde para arreglarlo. Sigues siendo joven, tienes dignidad, amigos y nos tienes a nosotros. No estás obligado a quedarte en una relación que te destruye.

Andrés negó con la cabeza. – Me da vergüenza. ¿Qué dirá la gente? Que un viejo se dejó engañar como un adolescente.

Marcos intervino: – La gente siempre hablará, pero tu vida es solo tuya. Tienes que decidir si quieres ser libre o prisionero.

Las palabras eran sencillas, pero le llegaron al alma. Aquella noche Andrés no pudo dormir. Recordaba a su difunta esposa, la infancia de Sofía, los sacrificios de su madre. Y, por primera vez en mucho tiempo, sintió un impulso de valentía.

Al día siguiente, cuando Claudia salió a hacer la compra, recogió algunas cosas, tomó su viejo uniforme militar y los documentos, y dejó una nota:

«Claudia, te deseo lo mejor, pero nuestros caminos se separan aquí. No soy el cajero automático de nadie. Necesito respeto, no reproches. Quédate con Julia, yo me quedo con mi hija.»

Cuando la mujer regresó y encontró el piso vacío, estalló en cólera. Lo llamó, pero Andrés no contestó. Le escribió mensajes – primero amenazas, después disculpas llorosas – pero él no cedió.

En cambio, retomó su vida sencilla junto a Sofía y Marcos. Recuperó la calma: por la mañana leía el periódico, durante el día enseñaba en el instituto, y por la noche se sentaba a cenar con la familia, escuchando a su yerno hablar del trabajo y riendo con las ocurrencias de su hija.

Claudia y Julia, sin el “apoyo económico”, tuvieron que moderar sus aspiraciones. Julia vendió el caro piso y se mudó a un estudio más modesto, mientras Claudia buscaba trabajo.

Pero Andrés había aprendido una lección valiosa: el amor verdadero no exige sacrificios humillantes ni se alimenta del bolsillo del otro. Una tarde, mirando a Sofía, dijo:

– Ahora sé que tu madre, desde allá arriba, estaría orgullosa de nosotros.

Sofía sonrió y le apretó la mano. Su familia había vuelto a estar completa, sin promesas falsas ni dulces apariencias, solo con sinceridad y respeto.

Andrés sintió que, por primera vez en mucho tiempo, era de nuevo libre.