Yo estaba hambrienta.
El estómago me rugía como un perro bravo y mis manos estaban heladas. Caminé por la vereda mirando las vidrieras brillantes de los restaurantes, pero yo no tenía ni una moneda.

Al final, me animé a entrar a uno. El olor a comida caliente casi me hizo llorar. Miré a mi alrededor y, sin pensar, me acerqué a una mesa que recién habían levantado. Había restos de papas fritas, un pedazo de pan duro, un poco de carne.

Me senté rápido, como si de verdad fuera clienta, y empecé a comer lo que quedaba. El pan estaba frío, pero a mí me sabía a gloria.

—Oye —escuché de pronto una voz grave a mis espaldas—, no puedes hacer eso.

Me congelé. Tragué lo que tenía en la boca y bajé la mirada.
—Lo… lo siento, señor. Solo tenía hambre… —murmuré, intentando meter un trozo de papa en el bolsillo sin que se diera cuenta.

Él estaba impecable, con un traje oscuro, corbata perfecta. Yo, en cambio, tenía la ropa sucia, los zapatos rotos y el pelo enredado.

—Ven conmigo —ordenó él.

Di un paso atrás. Pensé que me iba a echar a patadas.
—No voy a robar nada… déjeme terminar esto y me voy —supliqué con la voz temblorosa.

Él me miró fijo, sin decir nada. Después levantó la mano, hizo un gesto a un camarero, y se fue a sentar en otra mesa.

Yo, confundida, lo observaba de lejos. Entonces, un mozo se acercó y puso frente a mí un plato enorme: arroz, carne jugosa, verduras calientes y un vaso de leche.

—Es… ¿es para mí? —pregunté incrédula.

El mozo asintió con una sonrisa. Yo miré al hombre del traje, que me observaba en silencio desde su mesa.

Me acerqué tímida, con la boca llena de nervios.
—¿Por qué… por qué me dio comida?

Él se quitó el saco, lo dejó sobre la silla y me respondió:
—Porque nadie debería buscar entre las sobras para sobrevivir. Come tranquila. Yo soy el dueño de esta cadena, y desde hoy, siempre habrá un plato esperándote aquí.

Sentí que la garganta se me cerraba. Lloré. Lloré de hambre, de vergüenza y de alivio. Y por primera vez en mucho tiempo, me sentí vista.

Notita para mis lectores:

Si llegaste hasta acá, gracias de verdad. Subo relatos gratis porque sé que no todos pueden pagar por leer, y no quiero que eso sea un obstáculo para que estas historias lleguen a vos.

Pero si en algún momento podés apoyarme —aunque sea con un “cafecito” simbólico: compartiendo, reaccionando o dejando un comentario cuando publique la historia completa—, me estarías ayudando muchísimo. Soy mamá, soy escritora, y hago malabares emocionales y financieros todos los días para seguir creando.

Yo estaba hambrienta. El estómago me rugía como un perro bravo y mis manos estaban heladas. Caminé por la vereda mirando las vidrieras brillantes de los restaurantes, pero yo no tenía ni una moneda. Al final, me animé a entrar a uno. El olor a comida caliente casi me hizo llorar. Miré a mi alrededor y, sin pensar, me acerqué a una mesa que recién habían levantado. Había restos de papas fritas, un pedazo de pan duro, un poco de carne. Me senté rápido, como si de verdad fuera clienta, y empecé a comer lo que quedaba. El pan estaba frío, pero a mí me sabía a gloria. —Oye —escuché de pronto una voz grave a mis espaldas—, no puedes hacer eso. Me congelé. Tragué lo que tenía en la boca y bajé la mirada. —Lo… lo siento, señor. Solo tenía hambre… —murmuré, intentando meter un trozo de papa en el bolsillo sin que se diera cuenta. Él estaba impecable, con un traje oscuro, corbata perfecta. Yo, en cambio, tenía la ropa sucia, los zapatos rotos y el pelo enredado. —Ven conmigo —ordenó él. Di un paso atrás. Pensé que me iba a echar a patadas. —No voy a robar nada… déjeme terminar esto y me voy —supliqué con la voz temblorosa. Él me miró fijo, sin decir nada. Después levantó la mano, hizo un gesto a un camarero, y se fue a sentar en otra mesa. Yo, confundida, lo observaba de lejos. Entonces, un mozo se acercó y puso frente a mí un plato enorme: arroz, carne jugosa, verduras calientes y un vaso de leche. —Es… ¿es para mí? —pregunté incrédula. El mozo asintió con una sonrisa. Yo miré al hombre del traje, que me observaba en silencio desde su mesa. Me acerqué tímida, con la boca llena de nervios. —¿Por qué… por qué me dio comida? Él se quitó el saco, lo dejó sobre la silla y me respondió: —Porque nadie debería buscar entre las sobras para sobrevivir. Come tranquila. Yo soy el dueño de esta cadena, y desde hoy, siempre habrá un plato esperándote aquí. Sentí que la garganta se me cerraba. Lloré. Lloré de hambre, de vergüenza y de alivio. Y por primera vez en mucho tiempo, me sentí vista. — Notita para mis lectores: Si llegaste hasta acá, gracias de verdad. Subo relatos gratis porque sé que no todos pueden pagar por leer, y no quiero que eso sea un obstáculo para que estas historias lleguen a vos. Pero si en algún momento podés apoyarme —aunque sea con un “cafecito” simbólico: compartiendo, reaccionando o dejando un comentario cuando publique la historia completa—, me estarías ayudando muchísimo. Soy mamá, soy escritora, y hago malabares emocionales y financieros todos los días para seguir creando. Gracias por leerme. Por sentir conmigo. Por no dejarme sola en esto.