Niño hambriento pidió comida en restaurante. Lo bañaron con agua turbia mientras todos se reían, 10 minutos después llegó su padre. era el dueño. La lluvia caía con una persistencia melancólica sobre las calles empedradas de San Miguel, creando pequeños ríos que serpenteaban entre las grietas del pavimento como lágrimas perdidas en busca de consuelo.

El cielo gris plomo se extendía como un manto de tristeza sobre la ciudad y el viento frío de octubre susurraba secretos amargos entre los árboles desnudos que bordeaban la avenida principal. Matías caminaba despacio con pasos vacilantes que delataban más que hambre física. Delataban un hambre del alma que lo había estado rollendo durante semanas.

Sus zapatillas gastadas con la suela separándose del resto del zapato en el pie derecho, chapoteaban en los charcos sin que él pareciera notarlo. La mochila escolar que cargaba a sus espaldas había perdido el color azul marino original y ahora lucía un gris deslavado con manchas que contaban historias de días difíciles y noches en vela.

El niño de 12 años se detuvo frente al restaurante La Esperanza. un establecimiento de dos pisos cuya fachada de ladrillo rojo brillaba tenuemente bajo la luz amarillenta de los faroles. Los ventanales amplios permitían ver el interior cálido, donde familias enteras compartían momentos de felicidad alrededor de mesas cubiertas con manteles blancos inmaculados.

El aroma a pan recién horneado y guisos caseros se escapaba cada vez que alguien abría la puerta, creando una tortura exquisita para sus sentidos hambrientos. Matías presionó su rostro contra el cristal empañado de la ventana, sus ojos oscuros absorbiendo cada detalle de la escena que se desarrollaba al interior.

Una familia de cuatro personas reía mientras compartía una parrillada abundante. Un anciano solitario saboreaba lentamente una sopa humeante con una sonrisa de satisfacción dibujada en su rostro arrugado. Una pareja joven brindaba con copas de vino tinto, sus ojos brillando con la promesa de un futuro compartido. La ropa de Matías había visto días mejores.

Su camisa blanca de colegio, que una vez había sido el orgullo de su madre cuando la compró con tanto esfuerzo. Ahora tenía pequeños agujeros cerca del cuello y manchas amarillentas que se negaban a desaparecer sin importar cuántas veces intentara lavarla en el lavadero del patio trasero.

Sus pantalones azul marino estaban descoloridos en las rodillas y un pequeño desgarro cerca del bolsillo derecho había sido reparado con hilo de un color ligeramente diferente, creando una marca visible de pobreza que él odiaba, pero que había aprendido a cargar con resignación. Sus manos pequeñas temblaron cuando las sacó de los bolsillos.

No era solo por el frío que se colaba a través de su suéter de lana gris, lleno de pequeñas bolitas que delataban su edad y uso excesivo. Era por la decisión que había estado posponiendo durante toda la tarde, desde que salió del colegio con el estómago completamente vacío y la certeza de que en casa no lo esperaba ninguna comida. Su madre había salido muy temprano en la mañana, como todos los días desde hace tres semanas buscando trabajo en las casas del barrio alto.

“Regreso en la noche, mi amor”, le había dicho, besando su frente con labios que sabían a preocupación y café recalentado. “Hay un pan en la cocina para tu desayuno.” Pero el pan había sido su desayuno. Su almuerzo había consistido en un vaso de agua tibia y la cena parecía una posibilidad cada vez más remota. El estómago le rugió con una ferocidad que lo hizo encogerse sobre sí mismo.

Había intentado ignorarlo durante las últimas horas, concentrándose en las lecciones de matemáticas y literatura en el colegio, participando activamente en las discusiones para distraer su mente del vacío que sentía en el abdomen. Pero ahora, parado frente a este oasis de abundancia culinaria, ya no podía seguir fingiendo que podía manejar la situación.

respiró profundo, llenando sus pulmones con el aire húmedo y frío de la tarde. El vapor de su respiración se condensó en pequeñas nubes que desaparecieron rápidamente, como sus esperanzas solían hacer cada vez que se atrevía a soñar con algo mejor. Con una determinación que desconocía poseer, empujó la puerta de vidrio del restaurante.

Una campanilla dorada tintineó alegremente al abrirse la puerta. un sonido que contrastaba dramáticamente con el nerviosismo que le atenazaba el pecho. El calor del interior lo golpeó como una caricia maternal, envolviendo su cuerpo entumecido y haciendo que sus mejillas se sonrojaran instantáneamente.

El contraste entre el frío exterior y el ambiente acogedor del restaurante fue tan intenso que por un momento se sintió mareado. El lugar era exactamente como lo había imaginado desde afuera, pero aún más hermoso en sus detalles. Las paredes estaban decoradas con fotografías en blanco y negro de la ciudad en épocas pasadas, y plantas de hojas verdes colgaban de maceteros artesanales que daban un toque hogareño al ambiente.

La música de fondo era suave, una melodía instrumental que invitaba a la relajación y a la conversación íntima. Detrás del mostrador, una mujer de mediana edad con delantal blanco atendía a los clientes con eficiencia profesional. Su cabello castaño estaba recogido en un moño prolijo y sus ojos verdes se movían constantemente, supervisando cada detalle del servicio.