Supe que estaba embarazada una mañana de otoño, mientras las jacarandas comenzaban a teñir de morado las calles de Coyoacán. Estaba sentada en el consultorio del hospital, esperando los resultados, cuando el doctor sonrió y dijo:
—Felicidades, señora. Seis semanas de embarazo. El corazón del bebé late fuerte.

Lloré en silencio. No por sorpresa, sino porque había creído que nunca pasaría. Después de un año intentando, me habían diagnosticado infertilidad sin causa aparente. El doctor nos recomendó iniciar un tratamiento de fertilización in vitro, pero Daniel, mi esposo, siempre decía: “Tranquila, todavía somos jóvenes”. Yo tenía 33 años, ya no me sentía tan joven.

Y aun así… llegó. Mi milagro. Sin tratamiento. Sin planificación. Tomé el sobre con los resultados entre las manos temblorosas y juré preparar una cena especial para contarle. Soñaba con grabar su reacción, como en esos videos que me hacían llorar de emoción.

Pero antes de que pudiera cocinar algo, Daniel llegó. Puso sobre la mesa medio millón de pesos en efectivo y una hoja doblada.

—Firma aquí. Esto es para que empieces de nuevo. Quédate con el departamento.

Me quedé paralizada.
—¿Qué estás diciendo?
—Lo siento. No puedo seguir contigo.

—Estoy embarazada.

Se detuvo apenas un segundo. Uno solo. Luego volteó la cara.
—Por eso mismo. Divorciémonos. Quédate con el bebé… pero no quiero que tenga nada que ver conmigo.

Mis gritos resonaron por todo el departamento. Lo golpeé en el pecho, lloré, le pedí explicaciones.
—¿Tienes otra mujer? ¿Crees que este bebé no es tuyo?

No respondió. Solo tomó una maleta que ya tenía lista y salió. Su mirada estaba vacía.

Los días siguientes fueron un infierno. Caminaba como un fantasma entre las paredes silenciosas. Abría el refrigerador y veía su yogur favorito. Lloraba hasta quedarme dormida en el piso de la cocina. No tuve el valor de contarle a mi mamá, que tiene diabetes y problemas del corazón. Fingí que Daniel estaba de viaje. Le envié fotos de la ecografía a su celular. Nunca contestó. Dejé de intentar.

Pasaban las semanas. Para ir al trabajo, tomaba siempre la misma calle donde Daniel se arrodilló hace cinco años frente a una panadería artesanal y me dijo: “No tengo mucho que ofrecerte, más que mis manos y este amor… pero siempre voy a hacerte feliz”.

No entendía nada. Hasta que un día volví al departamento para recoger algunas cosas. Mientras sacaba las cobijas del clóset, vi una caja de madera oculta bajo la cama. La saqué con curiosidad.

Dentro había resultados médicos. A nombre de Daniel. Decían: “Leucemia. Etapa terminal. Pronóstico: menos de un año de vida”.

Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Había también una carta escrita con letra temblorosa:
“Perdóname. No puedo esperar a que nazca nuestro hijo. No quiero que me veas consumirme. Vi morir a mi padre por esta enfermedad y no soportaría que tú y nuestro bebé vivieran ese infierno. Luchaste tanto por ser mamá… no quiero que pierdas tu vida cuidando a un hombre que se está apagando”.

Me derrumbé en el piso, abrazando esa caja como si pudiera devolverme su calor. Llamé a su celular. Fuera de servicio. Fui al hospital de los documentos; me dijeron que lo habían trasladado. Corrí de clínica en clínica, hasta que una enfermera lo recordó:

—Él siempre se sentaba en el pasillo, preguntando si usted había venido a consulta.
—¿Por qué no entraba?
—Decía que no quería que lo vieras así… que le dolería más verte sufrir.

Lo encontré una tarde lluviosa en el hospital general. Estaba irreconocible: delgado, sin cabello, pero sus ojos brillaron al verme. Extendió su mano temblorosa y la puso sobre mi vientre, como si fuera instinto. No hablamos. Solo lo abracé.

—Se mueve mucho —susurré—. Sabe que su papá está aquí.

Él lloró.
—No me perdones. Solo dile que su papá la amaba. Que no la odié por no estar…

Negué con la cabeza.
—Nunca la odiará. Amará a un hombre que dio todo para protegerla… aunque doliera tanto.

Daniel murió un mes después. Sus últimas palabras fueron:
—Vive como si yo siguiera a tu lado. Dale a nuestro hijo el amor que siempre sentiste por mí.

Hoy, mi hija tiene cuatro meses. Cada vez que sonríe, veo en sus ojos al hombre que me dio medio millón de pesos… no para alejarse, sino para asegurarse de que jamás me faltara nada.

Aprendí que el amor verdadero a veces no se queda… pero nunca se va del todo.