Era una mañana cálida de julio cuando todo cambió. Mikhail, mi esposo, llegó a casa con un cubo de pescado en las manos, como siempre, y fue entonces cuando lo vi. En el banco, al lado de la valla, había una cesta. Dentro de ella, un niño pequeño, de apenas dos años, me miraba con unos ojos grandes y oscuros, fijamente, sin emitir un solo sonido. No lloraba, no se movía, solo observaba el mundo con una calma inquietante.

El papel arrugado en su pequeño puño lo dijo todo: “Por favor, ayúdalo. No puedo. Perdóname”.

Mikhail no estaba seguro de qué hacer. La policía, el consejo del pueblo, la burocracia. Pero yo sabía, en mi corazón, que este niño era mío, aunque no lo fuera por ley. Después de todo, habíamos esperado tanto. Los médicos nos habían dicho que no podríamos tener hijos, pero ahora este niño había aparecido en nuestras vidas. Y no podía dejarlo ir.

Así que, a través de amigos, conseguimos la tutela del niño. Le llamé Ilya, un nombre que sentí que encajaba con él, aunque no lo había elegido yo. En pocos días, nos dimos cuenta de que algo no estaba bien. Ilya no reaccionaba a los sonidos. Pensamos que era solo una fase, que tal vez estaba distraído o absorto en su propio mundo. Pero cuando el sonido del tractor del vecino retumbó bajo nuestras ventanas y Ilya permaneció completamente inmóvil, supe que algo no era normal.

Llamamos al médico, Nikolai Petrovich, en Zarechye. La respuesta fue cruel: sordera congénita, completa. Y las palabras del doctor aún resonaban en mi mente: “No hay cirugía que pueda ayudar aquí”.

Fue un golpe devastador. Mi marido y yo nos sentamos en el coche, el silencio llenaba el aire. Mikhail, con los nudillos blancos del esfuerzo, guardó silencio durante todo el viaje de regreso.

Esa noche, después de acostar a Ilya, Mikhail sacó una botella de licor del armario. “No vamos a entregarlo”, dijo con firmeza. “Nos las arreglaremos solos”. Y en ese momento, supe que la vida de Ilya, su futuro, estaría en nuestras manos, sin importar lo que dijeran los demás. Pero la pregunta seguía en mi cabeza: “¿Cómo enseñarle a un niño que no oye? ¿Cómo se le da todo lo que necesita cuando el mundo es un silencio completo?”

Fue al amanecer cuando entendí lo que debía hacer. El amor no tiene barreras, ni sonidos, ni palabras. Y juntos, Mikhail y yo aprenderíamos a crear un mundo para Ilya, donde él no necesitaría escuchar para sentirse amado.