“¿Qué demonios es este caos?”, rugió el Dr. Victor Grayson, el médico jefe, mientras irrumpía en el pasillo abarrotado del hospital del condado. Su voz resonó en las paredes desportilladas de color verde pálido, abriéndose paso entre el murmullo de las enfermeras apiñadas como abejas alrededor de una joven que se retorcía en un viejo banco de madera. Su rostro estaba ceniciento, contorsionado por la agonía, con las manos agarrando su vientre hinchado mientras luchaba por respirar a pesar del dolor. Ni una sola palabra escapó de sus labios, solo jadeos ahogados. “¿Es esto un circo?”, espetó Victor, mientras sus penetrantes ojos grises recorrían al personal con una mezcla de furia e incredulidad. 

“¿Por qué esta mujer de parto sigue aquí tirada? ¿Por qué no está en una habitación?” Su voz atronaba, exigiendo respuestas. Anna —así se llamaba la mujer que sufría— llevaba casi cuarenta minutos abandonada en ese banco crujiente y astillado, y su esperanza de ayuda se desvanecía con cada minuto que pasaba. Las parteras que pasaban apresuradas apenas la miraban, con el rostro endurecido por el agotamiento y la indiferencia. Para ellas, era solo otro caso sin rostro, rescatada de las calles de algún pueblo olvidado de Ohio por una ambulancia. Sin dinero, sin identificación… ¿qué era para ellas? Solo una carga más en un hospital ya desbordado.

Fue un grupo de transeúntes el que llamó al 911 al ver a Anna desplomarse en la acera agrietada, con las contracciones agarrotándole el cuerpo frente a una pequeña multitud. Pero al llegar al hospital, la apatía del personal era palpable. Una partera, al enterarse de que Anna no tenía documentos ni dinero, la sacó bruscamente de la sala de reconocimiento inicial. “¿Adónde la envían?”, se atrevió a protestar una joven enfermera, con apenas un año de egresada del colegio comunitario de Dayton, con la voz temblorosa por la inexperiencia.

¡Necesita ayuda! ¡Ayudaremos al bebé en el parto y luego lo solucionaremos! —suplicó, con los ojos muy abiertos por la preocupación—. ¡La sala está a rebosar de pacientes programadas! —replicó Helen Baxter, una matrona con veinte años de experiencia en la maternidad, con la atención fija en un montón de papeles. 

¡No podemos acoger a todas las mujeres sin hogar que llegan aquí! Ya nos estamos ahogando, trabajando doble turno sin descanso. ¿Te das cuenta de que solo hay dos maternidades en todo el condado? ¡Estas mujeres están dando a luz como gatos callejeros, camadas cada mes! —La voz de Helen era cortante; su paciencia estaba agotada por el trabajo incesante.

“No hay espacio. Cuando haya una cama libre, ya veremos. ¡Ahora muévete y haz lo que te digan!” La joven enfermera suspiró, con los hombros hundidos en señal de derrota. ¿Quién se atrevería a contrariar a Helen Baxter? Curtida por años de tragedia humana y trabajo incesante, veía a los pacientes como poco más que historias clínicas para procesar. Cambiar de opinión era como intentar mover una montaña.

Agarrando a Anna del brazo, Helen la arrastró casi hasta el pasillo, dejándola en la banca antes de correr a la sala de partos. Tres mujeres más la esperaban en las próximas horas, suponiendo que no surgieran complicaciones. ¿Y si surgían? La carga de trabajo del hospital era abrumadora, y de alguna manera retorcida, su negligencia casi parecía comprensible. 

El personal solía trabajar turnos agotadores, a veces de pie dos o tres días seguidos. El Dr. Victor Grayson había luchado con uñas y dientes para contratar personal nuevo, pero ¿quién se apuntaría a un hospital rural de condado pagando tan solo 2500 dólares al mes? Los brillantes y ambiciosos graduados huyeron a Columbus o Cincinnati, donde los salarios se triplicaban y el trabajo era menos agotador. 

En este pueblo olvidado, pocos podían permitirse un parto o atención médica. Los lugareños apenas sobrevivían, con los bolsillos tan vacíos como las promesas de días mejores. Así que las parteras cargaban con la peor parte, trabajando día y noche, con la única recompensa de un creciente cinismo y un agotamiento profundo.

—¡Llévenla a una habitación, ahora mismo! —ordenó Víctor, con un tono inapelable mientras evaluaba la escena—. La veré en unos minutos. Hacía años que no asistía a un parto en persona, una tarea que dejaba en manos de las matronas en sus treinta años de experiencia. Solo intervenía cuando no quedaba otra opción; en casos como este, donde el sistema fallaba a quienes debía atender. El hospital a menudo recibía mujeres de la calle, sin registro e invisibles, y las matronas simplemente no daban abasto.

Pero escenas como la de Anna despertaron algo profundo en él. Cirujano con manos capaces de obrar milagros, Víctor no podía apartar la mirada del sufrimiento; su corazón no se lo permitía. Durante décadas, había visto todos los matices de la miseria humana, pero este momento se sentía diferente, crudo y urgente de una manera que aún no podía identificar.

“¿Quién se suponía que la llevaría?”, preguntó, entrando a la habitación diez minutos después, con la bata blanca ondeando. “Helen Baxter”, respondió la ordenanza, Clara, con voz suave y un suspiro. Empezó a explicar, con las palabras atropelladas por un nerviosismo repentino. “Dra. Grayson, por favor, no le dé la lata. Sé que está mal, pero estamos al borde del colapso. Esta semana ha sido un infierno, un infierno. Apenas aguantamos. Helen lleva dos días seguidos de guardia, durmiendo dos horas en una silla de la sala de descanso antes de volver a la rutina. La enfermera que la atendía sigue de baja por enfermedad; se contagió de algo el otoño pasado y no se ha sabido nada de ella desde entonces”.

—Basta —la interrumpió Víctor, levantando una mano para silenciar al nervioso ordenanza—. No es momento de excusas. Ya lo solucionaremos más tarde. —Su voz era firme, pero no cruel, aunque su mente se agitaba de frustración ante las fallas del sistema.

Horas después, Anna yacía en una cama de hospital, acunando un pequeño milagro: un niño de mejillas sonrosadas y una mata de pelo rizado, que roncaba suavemente en sus brazos. “¡Felicidades, joven madre!”, dijo Víctor, suavizando su semblante severo en una inusual y cálida sonrisa. Estaba sinceramente aliviado de que el parto hubiera sido rápido y sin complicaciones. “¿Felicidades por qué?”, respondió Anna con la voz cargada de tristeza.

Sus ojos brillaban con lágrimas que luchaba por contener, y por un instante, Víctor creyó que se derrumbaría por completo. No podía apartar la mirada; algo en sus rasgos, la curva de su mandíbula, la sombra de su mirada, lo sacudió. “¿Será ella?”, pensó como un rayo al verla, pero el caos de su llegada no le había dejado espacio para la reflexión.

Cuando por fin la llevaron a una habitación, sus contracciones eran muy fuertes, demasiado intensas para cualquier cosa menos acción. Ahora, con la tormenta pasada, había espacio para las palabras. Pero Anna se mantenía a la defensiva, su confianza debilitada por un mundo que le había ofrecido poca bondad.

“¿Qué quieres decir con ‘para qué’?”, preguntó Víctor, sorprendido. “¡Mira a este hermoso niño que has traído al mundo! ¿Ya has pensado en un nombre?” Anna dudó, separando los labios, pero sin emitir sonido alguno. Este hombre, con su voz firme y su mirada dulce, era el primero en años en mostrarle genuina compasión. Sin él, tal vez no habría sobrevivido a este día: sin hogar, sin nadie a quien recurrir. 

No podía comprender cómo había acabado allí, al borde de la desesperación. Pero si rastreaba los hilos de su vida, el patrón era evidente. Su naturaleza confiada, su falta de red de seguridad, la habían dejado vulnerable, como una hoja atrapada en la tormenta. Las cosas podrían haber sido peores, mucho peores, pero se negaba a aferrarse a esa oscuridad.

La realidad que enfrentaba ahora era paralizante. Mientras Víctor la observaba, su propia vida pasó ante él: recuerdos de amor, pérdidas y sueños incumplidos. Algo le decía que ese parecido con alguien de su pasado no era mera coincidencia. 

“No puede ser”, pensó, meneando la cabeza para sus adentros. “La vida no funciona así”. A sus cincuenta y tantos, Victor seguía solo, una figura solitaria forjada por una traición que le había dejado una herida permanente. Su esposa, Clara, lo había dejado por la brillante promesa de una vida mejor, y él se aferraba a la esperanza de que regresara. Si tan solo hubiera sabido que se había ido para siempre. Clara siempre había sido una inadaptada a este mundo, su espíritu demasiado salvaje para los confines de su pequeño pueblo de Indiana.

De joven, Clara se sentía asfixiada por las limitaciones del pueblo. Soñaba con una vida mejor, pero su madre se apresuraba a desbaratar esas aspiraciones. «No tenemos dinero para tus fantasías ni para mudarte a una gran ciudad», le espetó. «Establécete, vive como todos nosotros. Termina la enfermería en Muncie y luego podrás soñar con Indianápolis o con una carrera de lujo». 

Clara despreciaba la idea de consumirse en la clínica local, pero no tenía otra opción. 

“¿Para qué esta formación?”, murmuraba durante las clases en la escuela de enfermería de Muncie, con la mente perdida en horizontes lejanos. Escapar parecía imposible. Le rogó a su madre lo justo —un billete de autobús a Indianápolis, un mes de alquiler—, pero era como rogarle a una piedra. 

—No te vas a ninguna parte —declaró su madre—. Quédate aquí y deja de soñar. Clara no tuvo más remedio que someterse.

Apenas logró graduarse cuando conoció a Víctor, un hombre que se negaba a conformarse con un certificado de enfermería. Recién certificado, solicitó ingreso a la Facultad de Medicina de la Universidad de Indiana y fue aceptado a la primera. ¿Cómo no iba a serlo? Víctor era el tipo de estudiante que los profesores elogiaban y sus compañeros envidiaban: brillante, motivado, una fuerza de la naturaleza. 

“Hombres como él son raros”, susurraba la escuela de enfermería. “Mira al tipo que te persigue”, la fastidiaba su madre, al ver los ramos de flores silvestres de Víctor y sus invitaciones a paseos nocturnos por el parque. “Déjalo escapar y te arrepentirás. ¡Joven, lleno de promesas!” 

Clara solo sonrió con sorna. ¿Una promesa en este pueblo? Un cuento de hadas. Pero no rechazó a Víctor. Su sinceridad, su fuerza serena, la atrajeron: era guapo, genuino y completamente devoto.

Cuando él le propuso matrimonio, ella dijo que sí. ¿Por qué no? Era una oportunidad para liberarse del yugo de su madre. Los padres de Víctor tenían un espacioso apartamento de tres habitaciones en el centro de Indianápolis; no era una mansión, pero era más que suficiente para una pareja joven que empezaba. 

Su familia la recibió con los brazos abiertos, ya soñando con tener nietos. Pero pasaron los años y no llegaron los niños. La madre de Víctor empezó a mirarlo de reojo, con indirectas cada vez más agudas: «Se están tomando su tiempo, ¿verdad?». Víctor tampoco lo entendía. 

Estaba seguro de estar sano, fuerte como un toro. Nunca se le pasó por la cabeza que Clara lo estuviera engañando. Hasta que un día, rebuscando en un cajón, encontró un paquete de pastillas anticonceptivas. “¿Entonces no quieres tener hijos?”, preguntó en voz baja, dejando el paquete sobre la mesa de la cocina delante de ella, con la voz firme pero con un deje de dolor.

“Me pillaron”, maldijo Clara para sus adentros. “Lo escondí con tanto cuidado, y cometí este desliz”. Sí, había evitado la maternidad. La sola idea se sentía como una cadena, lastrando sus sueños de algo mejor. Aunque se había establecido en Indianápolis, su corazón aún anhelaba algo más: una vida fuera de lo común.

“Quiero el divorcio”, declaró tras una larga y tensa conversación. “Un divorcio, y me voy de aquí”. Para entonces, había ahorrado unos miles de dólares de su sueldo de enfermera y gastaba poco en sí misma. No veía sentido en invertir en una vida que no quería. 

Víctor soportó su creciente frialdad en silencio, volcado en su trabajo, soñando con un futuro lleno de risas infantiles. Ella solo esperaba el momento oportuno. Su traición lo golpeó como un mazazo, pero ¿qué podía hacer? «Si quieres una vida diferente, es tu derecho», dijo con voz hueca mientras la soltaba.

Si hubiera sabido lo que le esperaba, habría luchado por conservarla. En Chicago, Clara se adaptó rápidamente. Inteligente y con recursos, consiguió trabajo como enfermera en una clínica privada y, en cuestión de meses, llamó la atención de Edward, un acaudalado empresario. Se conocieron por casualidad en una cafetería cerca del Loop; su encanto y seguridad contrastaban marcadamente con la vida pueblerina que había dejado atrás.

El divorcio se formalizó, sus lazos con el pasado se rompieron. No podía dejar pasar esta oportunidad. Cuando supo que estaba embarazada, lo consideró su mejor carta. Edward insistió en quedarse con el bebé, y Clara aceptó, no por instinto maternal, sino para asegurar su lugar en su mundo.

“¡Estoy más que feliz de que vayamos a tener un hijo!”, exclamó Edward radiante, proponiéndole matrimonio en el momento en que ella compartió la noticia. 

Su relación anterior había durado solo tres años, terminando sin hijos a pesar de su anhelo de ser padre. El embarazo de Clara fue su plegaria respondida. Para ella, la maternidad seguía siendo una carga, pero era su billete a la estabilidad: un ático en el centro de Chicago, ropa de diseñador, el estatus de esposa de un hombre exitoso. No necesitaba nada más.

“¿Por qué no llamaste?”, se enfureció su madre por teléfono al saber que Clara estaba en la ciudad. “¡Dime cómo estás!”. No podía aceptar el silencio de su hija, aún conmocionada por el divorcio de Víctor. “Eres una tonta, ¿dónde vas a encontrar a otro hombre como él?”, la regañó, pero sus palabras cayeron en saco roto. 

Clara no tenía ningún interés en compartir su nueva vida. Ni siquiera le contó a su madre sobre el nacimiento de su hija, pues no quería intromisiones del pasado. Su mundo era diferente ahora: gente nueva, sueños nuevos. El pasado era un libro cerrado, y no tenía intención de reabrirlo. 

Si tan solo hubiera sabido cuánto necesitaría ese pasado más tarde. Sin embargo, el destino tenía otros planes.

Nadie es inmune a los crueles giros del destino. Clara no fue la excepción. Seis meses después de dar a luz, resbaló en una acera resbaladiza por la lluvia cerca de su edificio y cayó bajo las ruedas de un coche que pasaba. Una muerte sin sentido, presenciada por una multitud atónita. Edward la enterró con todos los adornos: flores, lágrimas, una lápida pulida.

Durante un año, su hija fue su única razón para seguir adelante. Perder a Clara lo destrozó; apenas se levantaba de la cama, y su negocio se desmoronó. Pero conocer a Laura, su segunda esposa, lo cambió todo. Ella se convirtió en su salvavidas, su segunda oportunidad para el amor.

Su matrimonio, sin embargo, fue una prueba. Edward anhelaba ser padre de nuevo, pero pasaron meses sin embarazo. Ambos se sometieron a pruebas, y el veredicto fue devastador: era infértil. Pero ¿cómo había dado Clara a luz a una hija? No tenía sentido. 

Una prueba de ADN confirmó la verdad: la niña no era suya. Otro hombre podría haberla criado como suya, pero el orgullo de Edward no se lo permitió. Se enfureció al recordar a Clara, deseando poder confrontarla por su engaño. Pero ella ya no estaba. La niña fue enviada a un orfanato en las afueras de Chicago, y así comenzó el largo y doloroso viaje de Anna.

La vida no tuvo piedad de ella. Fue trasladada de un orfanato a otro: Joliet, Aurora y luego a otro pueblito. Los escenarios cambiaron, pero la historia siguió siendo la misma: paredes grises, rostros indiferentes, un mundo al que no le importaba. 

Llegó a Ohio por casualidad, transferida durante la reorganización de un orfanato en Illinois. La amarga ironía del destino, nada menos.

“¿Adónde irás después de que te den el alta?”, preguntó Víctor, sin poder evitar la preocupación por el destino de Anna. Su historia había cimentado sus sospechas: esta joven era su hija. Tales coincidencias no ocurrían por casualidad; estaban entrelazadas con algo más grande.

Pero necesitaba certeza. No porque no ayudara a una desconocida; apoyaría a Anna de todas formas. Sola, sin hogar, con un recién nacido en brazos, era un alma necesitada, y él no podía darle la espalda. No estaba en él ignorar tal sufrimiento. 

Pero para su propio corazón, necesitaba la verdad. Si Anna era su hija, sería un milagro, un regalo inconmensurable. La mujer que había amado lo había destrozado, eligiendo la riqueza por encima de su vida en común. Pero una hija era diferente. El mundo de Victor se había vuelto gris, vacío a pesar de su éxito. 

Se lo admitió a sí mismo. Había forjado una carrera impresionante: médico jefe, respetado, ganando 8000 dólares al mes. ¿Pero podría eso llenar el vacío en su alma? La familia era lo que siempre había anhelado, lo que había perdido cuando Clara se fue. 

Su traición había dejado una herida que nunca sanaba. ¿Confiar en otra mujer? Impensable. Ya había sufrido una quemadura, y estaba seguro de que el destino lo arrojaría de nuevo al mismo fuego. Así que se sumergió en el trabajo: salvando vidas, entregándose por completo a sus pacientes. No era solo una vocación; era su salvación, un escudo contra los recuerdos y el arrepentimiento. 

Su hogar era solo un lugar para derrumbarse, demasiado agotado para cualquier otra cosa. Los años transcurrían en un abrir y cerrar de ojos, y él se había resignado a una vida solitaria. Pero ¿una hija y un nieto? Esa podría ser su luz en la oscuridad, su oportunidad de saber lo que realmente significaba la familia. 

Él lo daría todo por ellos: todos sus recursos, todo su esfuerzo. “No hay adónde ir”, dijo Anna en voz baja, con la mirada perdida en la distancia, y su voz apenas era un susurro. “No hay un lugar al que llamar hogar. No sé cómo sobreviviré con mi hijo. Probablemente se lo lleven”. 

“¿Qué clase de madre soy?”, continuó con la voz quebrada. “Sin casa, sin trabajo, ni siquiera puedo alimentarlo”. 

—¿En ninguna parte? —repitió Víctor, atónito—. Debes haber vivido en algún lugar antes. Si venías de un orfanato, el estado debería haberte proporcionado alojamiento. ¿No? Cuéntamelo todo y te ayudaré, te lo juro. 

Anna estaba completamente sola, aferrándose a cualquier atisbo de esperanza para salvar a su hijo. ¿Por qué este hombre, que le doblaba la edad, un desconocido que la había salvado por casualidad, estaba tan comprometido con su destino? No le quedaba más remedio que confiar en él. Era el único que le había tendido una mano, así que le contó su historia, cruda y sin filtros, como una confesión a un sacerdote. 

Le contó cómo el estado le había dado una habitación diminuta en una residencia de estudiantes de Dayton: vieja, con la pintura descascarada y un ligero olor a moho, pero suya. Luego llegaron los estafadores, astutos estafadores inmobiliarios que se aprovechaban de huérfanas como ella. Prometieron cambiar su habitación estrecha por un apartamento en condiciones, inventando historias de una vida mejor. Documentos falsos, unas pocas firmas, y se quedó sin nada. No estaba sola: sus vecinos de la residencia, huérfanos también, cayeron en las mismas mentiras y acabaron en la calle. 

—¿Cómo pasó esto? —exclamó Víctor con la voz llena de incredulidad—. ¡Es el truco más viejo del mundo! ¿No te enseñaron nada en el orfanato? ¡Hasta un niño podría darse cuenta! 

—Como puedes ver —suspiró Anna, bajando la mirada al suelo—. No los culpo. Éramos ingenuos, desesperados por algo mejor. Creí que tenía más suerte que la mayoría, al menos por un tiempo. 

Contó cómo se mudó a Dayton, se instaló en esa habitación lúgubre y empezó a forjarse una vida. Encontró trabajo como dependienta en una pequeña tienda de ropa en el centro comercial principal del pueblo. Allí conoció a Daniel, un cliente que compraba vaqueros. Le llamó la atención al instante: alto, con una sonrisa cálida y unos hoyuelos que le hicieron saltar el corazón. 

La atracción era mutua. Anna pensó que era amor, como de película. ¿Cómo iba a saber que él resultaría ser un cobarde? Cuando los estafadores le quitaron la vivienda, se quedó sin nada: sin dinero, sin familia. Llamó a Daniel, y él se abalanzó sobre ella y la llevó a casa de sus padres en Cincinnati. 

Le presentó a su madre, Evelyn Rose. Anna se sintió como una intrusa, presentándose con una sola bolsa de pertenencias. Acordaron que se quedaría hasta cobrar su próximo sueldo y luego buscaría su propio hogar. Pero al vivir bajo el mismo techo que Daniel, la chispa saltaba. ¿Cómo no? Él era encantador, atento, y ella creía que compartía sus sueños de una familia, un futuro juntos. Evelyn la trató con amabilidad, ofreciéndole pasteles caseros y preguntándole cómo le había ido el día, haciendo que Anna se sintiera casi como en casa. 

Pero en cuanto les dijo que estaba embarazada, todo cambió. Daniel y Evelyn intercambiaron miradas como si hubiera cometido un delito. Empezaron a presionarla para que “se encargara”. Evelyn incluso encontró un contacto en una clínica privada, prometiéndole que sería rápido, discreto y sin preguntas. 

“No podría hacerlo”, susurró Anna, apretando los puños. “¿Cómo podría vivir conmigo misma? ¡Matar a mi propio hijo es impensable!”. Intentó razonar con Daniel, rogándole que comprendiera, pero él la ignoró con frialdad: “No necesito esto”. Cuando se negó a abortar, la echó, sin el menor remordimiento, dejándola con la ropa que llevaba puesta. 

A la mañana siguiente, Evelyn tiró las pertenencias de Anna al pasillo, dejándolas esparcidas por el suelo mugriento. Durante casi nueve meses, Anna sobrevivió en la calle. Tuvo la suerte de conocer a la tía Ruth, una mujer sin hogar que la acogió en una choza destartalada a las afueras de la ciudad. Ruth llevaba años en la calle, sobreviviendo como podía. «Si no fuera por ella, estaría acabada», admitió Anna con la voz cargada de gratitud. 

Intentó registrarse en una clínica de mujeres para controlar su embarazo, pero la rechazaron: «Sin identificación, no hay servicio». De no ser por las contracciones en plena calle, cerca de un mercado concurrido, mientras desconocidos llamaban a una ambulancia, podría haber dado a luz sola. Su labor de parto comenzó frente a una multitud, un espectáculo público de dolor y desesperación.

Víctor escuchaba, con el corazón encogido con cada palabra, las lágrimas amenazando con derramarse. «Dios mío», pensó, «¿cómo ha soportado tanto esta chica? ¿Cómo sobrevivió?». La crueldad de su destino lo dejó atónito. 

—Después de que te den el alta, vendrás a mi casa —dijo con firmeza, con la voz firme a pesar de la tormenta que sentía en su interior—. Tengo un apartamento grande en el centro; hay espacio de sobra para ti y el pequeño. 

—¿Cómo podría? —protestó Anna, con los ojos abiertos de par en par, incrédula—. Gracias por tu amabilidad; no hay muchas como tú, pero piénsalo. ¿Mudarme con una desconocida, con mi bebé? No está bien. 

Víctor ya no pudo contenerse. Quería esperar los resultados de la prueba de ADN para estar seguro, pero las palabras se le escaparon. Compartió su sospecha: que ella podría ser su hija. Anna escuchó, con la respiración entrecortada y las manos temblorosas mientras abrazaba a su hijo. 

—¡Ni hablar! —jadeó—. ¡Es imposible! 

—Es posible, Anna —dijo Víctor con dulzura, con voz cálida y firme—. Estoy casi seguro de que es cierto. 

La prueba de ADN lo confirmó. Víctor se sintió inundado de alegría, un sentimiento tan profundo que eclipsó todo lo que había sentido. ¡Había encontrado a la hija que nunca supo que tenía! Y Anna, con su hijo recién nacido, por fin tenía un hogar, un abuelo que movería montañas por ellos. Nunca imaginó que Daniel, su ex, reaparecería como un fantasma de su pasado, perturbando la frágil paz que había encontrado. 

Había oído hablar de ella por conocidos en común de Dayton que la habían visto en el hospital. Su llamada surgió de la nada, tomándola desprevenida mientras alimentaba a su hijo. 

“¿Qué quieres?” preguntó Anna bruscamente, arrepintiéndose al instante de haber respondido. 

—Sólo quiero verte y hablar —dijo Daniel en voz baja, casi suplicante. 

¿Hablar? ¿Después de que la echara, embarazada y sola, a la calle? Necesitaba el consejo de su padre más que nunca. 

—Es tu decisión —dijo Víctor, poniéndole una mano tranquilizadora en el hombro—. No soy muy bueno con estas cosas. Ve, escúchalo y luego decide qué es lo mejor para ti. 

A regañadientes, Anna aceptó reunirse. Daniel se disculpó a mares, jurando que se arrepentía de todo, con los ojos llenos de lo que parecía un remordimiento genuino. Pero sus palabras sonaron huecas, sin lograr perforar la coraza que ella había construido alrededor de su corazón. “Mi mamá está enferma”, añadió en voz baja. “No sabemos si sobrevivirá, pero estamos luchando. Ella también quiere disculparse. ¿Me acompañarías a verla al hospital?” 

«Así que eso es todo», pensó Anna con amargura. «Tu madre se está muriendo, y ahora te acuerdas de mí. Si la vida fuera bien, nunca me habrías llamado». La conversación la repugnaba, pero su compasión, su bondad obstinada e inquebrantable, triunfó. Aceptó visitar a Evelyn Rose en el Centro Médico de Cincinnati para escucharla. 

Evelyn habló con sinceridad entre lágrimas, su frágil voz apenas se elevaba por encima de un susurro. Pero Anna no estaba segura de poder perdonar a quienes la habían traicionado con tanta crueldad, a quienes la habían instado a borrar la existencia de su hijo. 

Se sentó junto a la cama de Evelyn, sosteniendo su mano temblorosa. Evelyn yacía bajo un goteo intravenoso, con el rostro pálido y los ojos hundidos, pero intentó sonreír. “Lo siento mucho”, susurró. “Si pudiera retractarme, lo haría”. Anna miraba por la ventana el cielo gris de marzo, con sus pensamientos como una tormenta enmarañada. Su hijo, el pequeño Noah, dormía profundamente en su cochecito cerca, sus suaves ronquidos como un suave ancla en la tensión. 

Daniel se quedó en la esquina, revolviéndose nervioso. “Sé que me odias”, empezó mientras Evelyn se dormía con medicamentos. “Pero he cambiado. La enfermedad de mamá me puso el mundo patas arriba. No podía dormir, sentado aquí, dándome cuenta de lo tonto que era”. 

Anna se giró, con la mirada fría e inflexible. «Te acordaste de mí cuando te fue mal», dijo en voz baja pero cortante. «¿Dónde estabas cuando dormía en la choza de la tía Ruth? ¿Cuando me echaron de la clínica por no tener identificación? ¿Sabes que comí patatas podridas de la hoguera porque no tenía pan?» 

El rostro de Daniel se sonrojó y bajó la mirada. «No sabía cómo encontrarte», murmuró, con voz apenas audible. 

“¿No lo sabías o no querías?”, replicó Anna. Se puso de pie, acomodando con cuidado la manta sobre el cochecito de Noah. “¿Crees que unas palabras lo arreglan todo? ¿Que olvidaré cómo me echaste como si fuera basura?” 

Él se acercó, extendiendo la mano, pero ella retrocedió. «Dame una oportunidad», suplicó. «Quiero estar ahí para Noah. Es mi hijo». 

—¿Mi hijo? —La sonrisa de Anna era amarga, sus ojos llameantes—. ¿Dónde estabas cuando nació en la calle? Ahora que estás en problemas, lo reclamas. ¿Pero sabes qué? Él ya tiene una familia: mi padre, quien nos acogió cuando todos los demás nos dieron la espalda. Daniel permaneció en silencio, respirando agitadamente, sin excusas. 

De vuelta en el apartamento de Victor, Anna lo contó todo con una humeante taza de té de manzanilla. “Quiere ver a Noah”, dijo con voz cansada. “Pero no confío en él”. 

Víctor asintió, pensativo. «Si habla en serio, que lo demuestre. Las palabras son baratas, Anna. Céntrate en ti y en tu hijo; necesitas paz». 

Anna esbozó una pequeña sonrisa, la primera del día. En ese apartamento cálido y tranquilo, impregnado del aroma de las infusiones y del consuelo de la presencia de su padre, por fin comprendió lo que era estar en casa.