“No puedo dormir”, susurró la niña desde la cama del hospital, con los ojos grandes y tristes fijos en la ventana. “Extraño mucho a mi mamá.” Esperanza Morales se detuvo en la puerta de la habitación 314 del Hospital Infantil de la Ciudad de México. Había terminado su turno doble hacía una hora, pero algo en la voz quebrada de esa pequeña la hizo regresar. Sus pies dolían dentro de los zapatos gastados y tenía que cruzar media ciudad hasta su departamento en Iztapalapa, pero no podía irse así nada más.
—¿Cómo te llamas, mi amor? —preguntó Esperanza entrando despacio.
La niña, de cabello castaño claro, se veía diminuta entre las sábanas blancas.
—Isabela —respondió, volteando hacia ella—. Isabela Delgado. Llegué hoy porque me puse mal otra vez. Papá dice que es mi sistema inmune, que no funciona bien.
Esperanza revisó la tableta médica: lupus eritematoso sistémico juvenil. Apenas siete años y ya cargando tanto. Le recordó a su propia infancia en Guadalajara, cuando su papá era albañil y su mamá limpiaba casas para que ella pudiera estudiar.
—¿Sabes qué? —dijo Esperanza, sentándose al borde de la cama—. Cuando yo era chiquita también tenía miedo por las noches. Mi abuela Remedios me daba algo muy especial para dormir.
—¿Qué era, Esperanza? —preguntó Isabela, con la voz temblorosa.
Esperanza dudó. En su casillero del hospital guardaba la única cosa de valor que tenía: una muñeca de porcelana que había sido de su abuela. La había traído desde Jalisco cuando su familia emigró después de que su papá murió en un accidente laboral en Estados Unidos. Era su tesoro, lo único que le quedaba de su infancia.
—Espérame tantito —le dijo a Isabela, tocándole la frente con cariño—. Ahora vengo.
Caminó hasta los casilleros del personal. Abrió el suyo y ahí estaba: Esperancita, como le decía desde niña. La muñeca tenía un vestido azul cielo, cabello rubio rizado y ojos celestes que parecían entenderlo todo.
—Esta es Esperancita —dijo, regresando a la habitación—. Fue de mi abuela y después mía. Me cuidó cuando tenía pesadillas, cuando extrañaba a mi papá, cuando llegamos a la Ciudad de México y todo era diferente.
Los ojos de Isabela se iluminaron. Extendió los bracitos hacia la muñeca.
—¿No la vas a extrañar si se queda conmigo? —preguntó con ternura.
Esperanza sintió un nudo en la garganta. Pero viendo a Isabela abrazarla, vio la misma paz que ella había sentido tantas veces.
—¿Sabes qué pienso? —dijo Esperanza—. Creo que las muñecas especiales saben cuando una niña especial las necesita. Esperancita ha estado conmigo muchos años, pero ahora creo que te necesita a ti.
—¿De verdad puedo quedarme con ella?
—Claro que sí, pero prométeme algo: cuídala mucho, platícale todas las noches y cuando ya no la necesites, dásela a otra niña que esté triste como tú hoy.
Isabela asintió muy seria, abrazando la muñeca.
—Se lo prometo. Gracias, señorita Esperanza.
Esperanza la arropó y se quedó un momento viendo cómo la niña respiraba tranquila. Habían pasado trece años desde que llegó de Guadalajara, trabajando como auxiliar mientras terminaba la prepa. Luego enfermería en el Instituto Politécnico, siempre cuidando a su mamá, Carmen, que limpiaba oficinas de noche. Nunca había tenido mucho, pero esa noche, viendo a Isabela dormir, sintió que había hecho algo importante, algo que su abuela habría aprobado.
Cuando Santiago Delgado llegó esa noche, exhausto tras una junta interminable, encontró a su hija dormida, con una sonrisa pequeña en los labios. En sus brazos, una muñeca antigua. “Disculpe”, le preguntó a la enfermera, “¿sabe de dónde salió esta muñeca?” “Una de las enfermeras de la tarde se la regaló. Isabela estaba muy triste y la enfermera le dio su propia muñeca para que se sintiera mejor.” Santiago sintió algo en el pecho. Hacía dos años que Catalina, su esposa, había muerto y desde entonces Isabela había pasado por doctores, hospitales, medicinas, pero nadie había hecho algo tan simple y tan hermoso como regalarle una muñeca. “¿Cómo se llama esa enfermera?” “Esperanza Morales. Pero ya se fue. Trabaja turnos dobles casi todos los días.” Santiago se sentó junto a la cama de Isabela. Por primera vez en mucho tiempo, su corazón cerrado sintió algo parecido a la esperanza. Tenía que encontrar a esa enfermera. Tenía que agradecerle por devolverle la sonrisa a su hija.
Dos semanas después, Santiago seguía intentando encontrar a Esperanza. Los horarios del hospital cambiaban y cada vez que preguntaba por ella le decían que trabajaba el turno contrario. “Papá, ¿cuándo va a regresar la señorita Esperanza?”, preguntó Isabela, abrazando a Esperancita. “No lo sé, mi amor, pero la vamos a encontrar para agradecerle.” Mientras tanto, Esperanza trabajaba horas extra para juntar dinero y completar su certificación en cardiología pediátrica. “Mija, te vas a enfermar trabajando tanto”, le dijo su mamá Carmen. “Solo por unos meses más, ma.” “¿Y qué pasó con tu muñeca?” Esperanza le contó sobre Isabela. “Hiciste bien, mija. Los regalos más importantes salen del corazón.”
El jueves siguiente, Santiago llevó a Isabela a su cita de control. Esperanza estaba cubriendo el turno de día cuando los vio entrar. Isabela corrió hacia ella. “Señorita Esperanza, Esperancita me ha cuidado muy bien.” Santiago se quedó sin palabras. La mujer frente a él era más joven de lo que había imaginado. Tenía una calidez genuina. “¿Usted es la enfermera que le regaló la muñeca? Soy Santiago Delgado, el papá de Isabela.” “Esperanza Morales”, respondió ella, sintiendo una corriente extraña al tocar su mano. “Su hija es muy especial, señor Delgado.” “¿Cómo supo que tenía que hacer eso? Desde que tiene la muñeca ha estado mucho mejor.” “A veces los niños solo necesitan algo que los haga sentir acompañados. Yo perdí a mi papá cuando era chica y sé lo que se siente estar asustada por las noches.” “Papá, ¿podemos invitar a la señorita Esperanza a comer? Quiero enseñarle cómo Esperancita me ayuda a hacer la tarea.” Santiago sonrió, una risa genuina que no había tenido en meses. “¿Le gustaría? Hay un restaurante colombiano muy bueno cerca de aquí.” Esperanza dudó, pero aceptó.
Una hora después estaban sentados en un restaurante modesto. Isabela había pedido que sentaran a Esperancita en su propia silla. “¿De qué parte de Colombia es usted?”, preguntó Esperanza. “De Bogotá. Llegué aquí para estudiar ingeniería. Mi esposa era de aquí, pero falleció hace dos años. Desde entonces, Isabela y yo hemos estado aprendiendo a vivir solos.” “Lo siento mucho”, dijo Esperanza sinceramente, “perder a alguien que amas es muy difícil.” “¿Y usted cuál es su historia?” Esperanza le contó sobre Guadalajara, sobre cómo su papá murió en un accidente en Estados Unidos, sobre cómo su mamá decidió emigrar para darle un futuro mejor. “Llegamos sin conocer a nadie. Yo terminé la prepa trabajando y estudié enfermería. Siempre he querido especializarme.” “¿Por qué cardiología pediátrica?” “Porque los niños del corazón son los más valientes. Y porque mi abuela Remedios murió de un problema del corazón que tal vez se pudo haber arreglado si hubiera tenido mejor atención.” Isabela escuchaba atenta. “Tu abuela está en el cielo con mi mamá”, dijo de pronto, “entonces ya se conocen, seguro son amigas.” Santiago sonrió, viendo cómo Isabela había conectado con Esperanza de una manera que no había visto desde la muerte de Catalina. “¿Sabe qué?”, dijo, “creo que usted llegó a nuestras vidas justo cuando la necesitábamos.” Esperanza sintió algo cálido en el pecho, pero también miedo. No podía permitirse encariñarse. “Me gustaría mucho verlas otra vez”, dijo, antes de despedirse.
Las siguientes semanas pasaron como un sueño. Santiago comenzó a aparecer en el hospital durante los descansos de Esperanza, siempre con alguna excusa: que Isabela había hecho un dibujo, que quería agradecerle con un café, que necesitaba preguntarle algo sobre la salud de su hija. “Ese hombre está enamorado de ti”, le dijo Rosa, su compañera. “No digas tonterías.” Pero cada domingo, Santiago e Isabela la invitaban a pasear. Isabela insistía en que Esperancita debía conocer la ciudad. Un día, Esperanza invitó a ambos a su departamento para enseñarles a hacer tortillas como su abuela le enseñó a ella. “Mira, primero pones la masa así”, explicó a Isabela, que estaba parada en una silla para alcanzar el mostrador. Santiago ayudaba con los ingredientes, observando cómo Esperanza se transformaba en su propio hogar. Su mamá Carmen llegó temprano para conocerlos. “¿Sabías que tu nueva amiga una vez se escapó de la casa para buscar a su papá cuando él se fue a trabajar a Estados Unidos?”, contó Carmen. “¿En serio?”, preguntó Isabela fascinada. “Siempre ha sido muy testaruda mi hija”, rió Carmen.
Después de cenar, Santiago ayudó a Esperanza a lavar los platos. “Su mamá es increíble”, dijo, “se nota de dónde sacó usted su fortaleza.” “Ella sacrificó todo por mí. Dejó su familia, su trabajo, todo.” “¿Y no ha pensado en formar su propia familia?” Esperanza se quedó callada. Siempre estaba ocupada estudiando y trabajando. Además, los hombres que había conocido se asustaban cuando sabían que quería ser más que solo enfermera de piso. “Eso sería desperdiciar todo su talento”, dijo Santiago, “yo quiero a alguien que ame a Isabela tanto como yo, pero que también tenga sus propios sueños.” Esa noche, Carmen se sentó con su hija. “Me gusta ese hombre”, dijo sin rodeos, “y se nota que está loco por ti.” “Ay, ma, apenas nos conocemos.” “El amor no entiende de clases sociales, mi hija.” Pero Esperanza no podía sacarse de la mente los comentarios que había escuchado antes. Las dudas la atormentaban, pero cada domingo sentía que pertenecía a algún lugar por primera vez en años.
Todo cambió una noche de octubre. Esperanza salía del hospital después de un turno difícil cuando se encontró con Santiago. “¿Qué hace aquí tan tarde?”, preguntó. “La estaba esperando. Isabela tuvo otra crisis, pero ya está mejor. Quería agradecerle por enseñarnos los ejercicios de respiración.” Esperanza sintió alivio, pero Santiago tenía algo más que decirle. “Esperanza… Me he enamorado de usted.” Esperanza sintió que el mundo se detenía. “No puede amarme.” “¿Por qué no?” “Porque venimos de mundos diferentes. Usted es exitoso, tiene una empresa, dinero. Yo soy solo una enfermera que todavía vive con su mamá.” “Eso no me importa.” “A mí sí me importa. No quiero ser la pobre mexicana que se casó con el rico colombiano. No quiero que la gente piense que estoy con usted por su dinero.” Santiago intentó tomarle las manos, pero ella se alejó. “No puedo vivir así. No puedo estar siempre preguntándome si me ama por quien soy o por lástima.” “Esperanza, por favor…” “No, Santiago, es mejor así. Isabela es mi paciente nada más. Usted necesita encontrar a alguien de su mundo.” Esperanza se fue, dejando a Santiago solo en el estacionamiento, con el corazón roto.
Una noche de noviembre, una tormenta azotó la ciudad. Esperanza estaba terminando su ronda cuando vio dos figuras empapadas en la entrada del hospital. Santiago cargaba a Isabela en brazos. “Necesito ayuda, mi hija tiene lupus y se puso muy mal.” Esperanza corrió hacia ellos. “¿Qué pasó?” “Isabela despertó con fiebre muy alta. No quise esperar hasta mañana.” “Hiciste bien. Vamos a emergencias.” Mientras trasladaban a Isabela, Esperanza notó que la niña aún abrazaba a Esperancita, pero la muñeca se veía maltratada. “Señorita Esperanza”, susurró Isabela, “¿ya no está enojada conmigo?” “¿Enojada? No, mi amor, nunca estuve enojada contigo.” “Entonces, ¿por qué no vino a verme? Esperancita dice que usted está triste como yo.” Esperanza sintió que se le quebraba la voz.
Isabela tenía una infección, nada grave, pero necesitaba quedarse hospitalizada. Santiago se negó a irse. “Las últimas semanas han sido terribles para ella. Está triste, no quiere jugar. Todo porque yo no supe luchar por usted como debía.” “Déjeme hablar”, dijo Santiago, “usted tenía razón. Venimos de mundos diferentes, pero no por el dinero o la educación. Venimos de mundos diferentes porque yo pensé que podía resolver todo con palabras bonitas, sin entender lo que usted había vivido.” Esperanza se quedó callada. “No la amo porque necesite que alguien me salve. La amo porque usted es la mujer más fuerte que conozco.” En ese momento, Isabela abrió los ojos. “Señorita Esperanza, quiero regresarle a Esperancita.” “¿Por qué, mi amor? ¿Ya no la necesitas?” “Sí, pero usted la necesita más. Esperancita dice que las muñecas especiales tienen que cuidar a las personas que más lo necesitan.” Esperanza tomó la muñeca, sintiendo el peso de todos los años. “Pero solo me la puede quedar si promete una cosa.” “¿Cuál?” “Que va a regresar con nosotros, porque mi papá está muy triste sin usted y yo también. Y Esperancita dice que las familias de verdad no se dejan solas cuando hay tormenta.”
Santiago se arrodilló junto a la cama. Sacó una cajita de terciopelo azul. “Isabela tiene razón. Las familias no se dejan solas durante las tormentas. Queremos que usted sea nuestra familia.” Abrió la cajita: un anillo sencillo, con esmeraldas y un diamante. “Las esmeraldas son por Colombia, el diamante por México. El oro que los une somos nosotros, creando algo nuevo juntos.” Esperanza miró el anillo, después a Isabela y finalmente a Santiago. “¿Y si me equivoco? ¿Y si no soy la madrastra que Isabela necesita?” “Ya eres la madrastra que necesito”, dijo Isabela, “desde la primera noche que me diste a Esperancita.” “¿Y si la gente habla?” “Entonces les vamos a demostrar que están equivocados”, dijo Santiago, “todos los días.” “Esperanza Morales, ¿quiere casarse conmigo? ¿Quiere ser la mamá de Isabela y construir una familia con nosotros?” Esperanza sintió todas sus defensas derrumbarse. “Sí”, susurró con lágrimas, “sí, Santiago. Sí, Isabela, quiero ser su familia.” Los tres se abrazaron. Afuera, la tormenta empezaba a calmarse y los primeros rayos del amanecer se filtraban por la ventana. “¿Ya puedo decirle mamá?”, preguntó Isabela. “Cuando tú quieras, mi amor.”
Los meses siguientes fueron un torbellino de cambios y felicidad. Esperanza se mudó a la casa de Santiago en Coyoacán, junto con su mamá Carmen. Santiago registró la certificación de Esperanza como un préstamo formal, respetando su orgullo. Cuando terminó el programa, el hospital le ofreció el puesto de supervisora de cardiología pediátrica. La boda se celebró en un jardín lleno de flores mexicanas y colombianas. Carmen caminó a Esperanza hacia el altar. Isabela, radiante, llevó a Esperancita y a una nueva muñeca que Santiago había mandado hacer: Carmencita, con cabello negro y uniforme de enfermera. La mamá de Santiago, doña Lucía, llegó desde Bogotá. Al principio, dudosa, pero la honestidad de Isabela la desarmó. “Estoy superfeliz”, dijo la niña, “ahora tengo dos mamás cuidándome, una en el cielo y otra aquí.” La fiesta fue una mezcla de música, comida y risas. Santiago bailó con Esperanza bajo las estrellas. “¿Sabes qué es lo más hermoso de todo esto?”, preguntó Santiago. “¿Qué?” “Que empezó con un acto de generosidad pura.” Esperanza miró hacia las estrellas, sintiendo la presencia de su abuela y de Catalina, la madre de Isabela. “Las mejores historias de amor empiezan cuando decidimos amar sin esperar nada a cambio”, susurró. Isabela se acercó con ambas muñecas. “Miren, Esperancita y Carmencita quieren bailar también.” Los tres bailaron juntos, padre, madre e hija, con las muñecas que habían sido testigos de su historia. Una familia que se formó día a día, con miedos superados y sueños compartidos.
En la repisa del cuarto de Isabela, Esperancita y Carmencita descansaban, recordando a todos que el amor verdadero no entiende de fronteras ni de clases sociales. Solo sabe crecer, multiplicarse y quedarse, siempre, cuando es elegido todos los días.
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