Cada sábado por la mañana, Doña María Luisa montaba su pequeño puesto en el Mercado Campesino de San Miguel del Valle, a las afueras de Guadalajara.

Su mesa plegable era siempre la misma: cubierta con un mantel a cuadros, dos canastas de huevos blancos y cafés perfectamente alineadas, y un cartel pintado a mano que decía:
“Huevos de rancho frescos – $80 la docena.”
—¡Huevitos frescos! ¡Recién puestos por mis gallinas del patio! —gritaba con su dulce acento tapatío.
Una joven se acercó sonriendo, entregándole unos billetes.
—Dios la bendiga, doñita. Son los mejores del pueblo —dijo antes de alejarse con su bolsa de tela.
El rostro de María Luisa se iluminó.
—Gracias, hija. Que tengas un día lleno de bendiciones.
No pasó mucho tiempo antes de que apareciera Ricky “El Flaco” Morales, un muchacho de unos veintitantos años, conocido por todo el barrio. Sin trabajo, siempre metido en problemas, creyéndose el más duro de todos.
Se acercó contoneándose hasta la mesa, mascando chicle con descaro.
—Oiga, viejita, ¿qué tal si me deja esos huevos a mitad de precio?
María Luisa levantó la vista, aún con amabilidad.
—Mijo, ya casi no saco ni para el alimento de las gallinas.
Ricky soltó una risita burlona.
—Entonces mejor me los llevo gratis.
—Por favor, no hagas eso —pidió ella con voz temblorosa—. Mi esposo está enfermo en casa. Solo quiero juntar lo suficiente para sus medicinas.
Pero Ricky no escuchaba. De un golpe, tiró una de las canastas al suelo.
Los huevos se estrellaron contra el pavimento, las yemas extendiéndose como pintura amarilla bajo el sol.
—Ay, Virgencita… —susurró María Luisa, llevándose la mano al pecho—. Me costó tanto trabajo juntarlos.
Antes de que nadie pudiera reaccionar, una camioneta negra se detuvo junto a la banqueta.
De ella bajó un hombre alto, de traje azul marino, camisa blanca y zapatos relucientes. El tipo de persona que claramente no pertenecía a un mercado de pueblo.
Caminó directo hacia Ricky, con calma, sin perder la compostura.
—Deja esa canasta donde está —dijo con voz firme.
Ricky rodó los ojos.
—¿Y tú quién te crees?
El hombre no cambió el tono.
—Alguien que ya está cansado de ver a cobardes abusar de las personas mayores.
Sacó su cartera, contó varios billetes y los colocó suavemente en las manos temblorosas de María Luisa.
—Me llevo todos sus huevos, doña. Hasta los que no sobrevivieron. Considere que hoy tuvo su mejor día de ventas.
El mercado entero se quedó en silencio.
Los ojos de María Luisa se llenaron de lágrimas.
—Señor… usted es un ángel del cielo.
El hombre sonrió con ternura.
—Solo alguien que fue bien enseñado, doña.
Cuando Ricky intentó marcharse, la voz del desconocido lo detuvo en seco.
—Oye, muchacho. ¿Te gusta tomar lo que no es tuyo?
—Era solo una broma… —murmuró Ricky, evitando su mirada.
El hombre arqueó una ceja.
—No parece muy gracioso desde aquí.
Hizo una seña hacia la camioneta. De ella bajó un hombre corpulento, con lentes oscuros y un auricular.
Entonces todos entendieron: no era cualquier desconocido. Era Don Alejandro Herrera, dueño de Herrera Alimentos, una cadena regional de supermercados que patrocinaba el mercado campesino.
Frente a todos, explicó con serenidad lo que había pasado. El guardia escoltó a Ricky fuera del lugar, mientras los vendedores y clientes murmuraban desaprobación.
Nadie aplaudió, pero el silencio lo dijo todo.
La historia se esparció por el pueblo como pólvora.
El siguiente sábado, la fila frente al puesto de Doña María Luisa daba la vuelta a la plaza —no solo por los huevos, sino por el respeto que inspiraba.
Y cada vez que alguien mencionaba aquel día, ella sonreía, con la mirada suave bajo su sombrero de paja.
—Todavía hay buena gente en este mundo —decía—. Solo hay que vivir lo suficiente para conocerla.
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