En la escuela secundaria municipal nº 17, se había organizado una «lección abierta» sobre seguridad. Alumnos, profesores y padres se habían reunido en el gran auditorio, curiosos por descubrir el programa. Un policía subió al escenario con su uniforme completo, acompañado de su compañero —un pastor alemán llamado Rex— que caminaba tranquilamente a su lado.

A primera vista, Rex parecía relajado, casi perezoso, avanzando lentamente, pero sus ojos vivos recorrían la sala sin dejar pasar nada. Los alumnos se inclinaban unos hacia otros, susurrando y riendo por lo bajo.

«No es solo un perro», dijo el agente con orgullo. «Es mi compañero. Y nunca se equivoca».

Le dio a Rex algunas órdenes. El perro olfateó una pistola falsa escondida en una mochila y luego se tumbó cerca de una persona que tenía un marcador especial en el bolsillo. El público aplaudió con entusiasmo, impresionado por la demostración.

Cuando todo cambió de repente

Justo cuando el agente se disponía a concluir, todo el cuerpo de Rex se tensó. Sus orejas se irguieron, el pelo de su nuca se erizó y se quedó paralizado, mirando fijamente a la multitud. Luego, sin previo aviso, saltó hacia adelante con un gruñido sordo.

«¡Rex! ¡Alto!», gritó el agente, pero el perro ignoró la orden.

Rex se abalanzó sobre una chica sentada en la tercera fila. Se llamaba Marie, una alumna discreta y modesta, que normalmente pasaba desapercibida. Estaba entre sus amigas, apretando un cuaderno contra su pecho. A ojos de todos, era solo una adolescente tímida, como tantas otras.

Pero Rex gruñó y saltó sobre ella, derribándola al suelo. Ella soltó un grito, su cuaderno salió volando de sus manos y el auditorio se sumió en el caos. Los profesores acudieron corriendo, intentando apartar al perro.

«¡Quieto, Rex!», gritó el agente agarrando el collar, logrando apenas tirar de él hacia atrás. Sin embargo, la mirada penetrante de Rex seguía clavada en Marie.

«Nunca actúa así sin motivo… nunca», murmuró el agente, estupefacto.

Llevada a comisaría

Marie temblaba, con los ojos desorbitados por las lágrimas. La mayoría pensaba que Rex se había equivocado de olor. Pero el agente insistía en lo contrario.

«Señorita, necesito que venga a la comisaría con sus padres. Tenemos que comprobar algo».

Sus padres protestaron enérgicamente, temiendo el ridículo delante de toda la clase. Pero Rex seguía gruñendo, y nadie se atrevió a ignorar su instinto.

En la comisaría, tomaron las huellas de Marie. En cuanto el ordenador las procesó, los agentes se quedaron helados. La pantalla mostraba una coincidencia.

Las huellas pertenecían a una persona ya registrada en la base de datos federal de criminales buscados.

El agente se volvió lentamente hacia la joven, con voz neutra. «¿Quiere decir la verdad usted misma… o leo el expediente?»

La impactante revelación

Marie inspiró bruscamente. Luego, su expresión tímida y asustada desapareció. Sus rasgos se endurecieron, su mirada se agudizó y toda su actitud cambió.

«De acuerdo», dijo con voz tranquila y fría. «Dejamos de jugar».

Su verdadero nombre era Anna. Tenía 30 años, no 16. Debido a una enfermedad rara, su cuerpo nunca había superado la apariencia de una adolescente: baja estatura, rasgos infantiles, voz aguda y fina.

Llevaba años escondiéndose de la policía, yendo de ciudad en ciudad. Su expediente incluía robos, estafas y atracos a joyerías.

Habían encontrado sus huellas en cajas fuertes, pomos de puertas y escenas del crimen por todo el país, pero siempre escapaba. Nadie sospechaba nunca de la «estudiante de secundaria» en medio de la multitud.

Anna se inscribía en escuelas con nombres falsos, se hacía pasar por huérfana y se instalaba con familias desprevenidas. Cambiaba a menudo de identidad, viviendo de incógnito entre los niños.

«Nadie me habría reconocido», dijo con una media sonrisa. «Sin su perro terco, estaba tranquila».

La mirada del agente permaneció firme. «Verá, Anna… se puede engañar a la gente. Pero a mi compañero, jamás».