“Tío, por favor… coja a mi hermana. Tiene mucha hambre…”.

Esta súplica silenciosa y desesperada, abriéndose paso a través del ruido implacable de la Gran Vía de Madrid, detuvo en seco a Iago López. Iba con prisa; no, literalmente corría como si lo persiguiera un enemigo invisible llamado tiempo. El reloj avanzaba sin piedad: millones de euros, el resultado de meses de negociaciones, pendían de una sola decisión que debía tomarse hoy, en esa reunión.

Desde que Rita —su esposa, su luz, su ancla— había fallecido hacía dos años, el trabajo se había convertido en el único y desalmado sentido que le quedaba a su vida. Llenaba las horas con cifras y contratos para no tener que enfrentarse al silencio ensordecedor de su apartamento.

Pero esa voz…

Era delgada, temblorosa, pero con un filo de urgencia que cortó la niebla de su concentración. Iago se dio la vuelta, irritado por la interrupción.

Frente a él había un niño de unos siete años. Era un espectro en medio de la multitud apresurada. Delgado hasta el punto de que su ropa le quedaba grande, despeinado, con la cara sucia y unos ojos que parecían haber llorado durante días.

En sus pequeños brazos sostenía un bulto diminuto, del que asomaba el rostro de un bebé. La niña, envuelta en una manta vieja y raída, gemía débilmente, un sonido frágil que se perdía en la cacofonía de la ciudad. El niño la sujetaba con una ferocidad protectora, como si fuera el único escudo entre ella y un mundo indiferente Iago dudó.

El instinto, afilado por años en el mundo de los negocios, le gritaba que siguiera adelante. No podía perder el tiempo, no podía permitirse distracciones. Pero algo en la mirada del niño, o quizás en la pureza de ese simple “por favor”, tocó una cuerda profundamente oculta en su alma, una que creía oxidada por el dolor y la apatía.

—¿Dónde está vuestra madre? —preguntó con una suavidad que le sorprendió a sí mismo, arrodillándose para ponerse a la altura del niño.

—Prometió que volvería… pero hace dos días que no viene. La estoy esperando aquí, por si acaso aparece —la voz del niño tembló, y con ella, la mano con la que intentaba acomodar la manta de su hermana.

Se llamaba Máximo. La pequeña, Sofía. Estaban completamente solos. No había notas, ni explicaciones, solo la esperanza a la que un niño de siete años se aferraba como un náufrago a una tabla.

Iago, el hombre de las soluciones rápidas y eficientes, empezó a barajar opciones. Comprarles comida, llamar a la policía, notificar a los servicios sociales. Pero al mencionar a la policía, Máximo se estremeció violentamente y susurró con un dolor palpable:

—Por favor, no los llame. Nos llevarán. Se llevarán a Sofía… y nos separarán.

Y en ese momento, mientras el niño apretaba a su hermana contra su pecho, Iago supo que ya no podía simplemente marcharse. El acuerdo millonario, el futuro de su empresa, todo se desvaneció, eclipsado por la magnitud de la tragedia que tenía delante.

En un café cercano, Máximo devoraba un bocadillo y un bol de chocolate caliente con una avidez que partía el alma. Mientras tanto, Iago, con una torpeza que contrastaba con su habitual seguridad, alimentaba cuidadosamente a Sofía con un biberón de leche de fórmula que había comprado en una farmacia cercana. Algo dentro de él, un instinto paternal que creía enterrado con Rita, comenzó a despertar.

Sacó su móvil y llamó a su asistente:

—Laura, cancela todas mis reuniones. Hoy y mañana también.

Poco después, dos agentes de policía llegaron al café: un hombre mayor llamado García y una mujer joven, Navarro. Preguntas rutinarias, procedimientos estándar. Máximo, aterrorizado, se aferró a la mano de Iago con todas sus fuerzas.

—No nos enviarás a un orfanato, ¿verdad? —susurró, sus ojos fijos en los de Iago.

Iago no esperaba pronunciar esas palabras. Salieron de su boca antes de que su cerebro pudiera procesarlas, impulsadas por una emoción que no sentía desde hacía mucho tiempo.

—No lo haré. Te lo prometo.

En la comisaría, comenzaron las formalidades. Iago llamó a Laura Pérez, una vieja amiga y una experimentada trabajadora social. Gracias a su intervención, todo se agilizó. Consiguió la custodia temporal.

—Es solo hasta que encuentren a su madre —se repetía Iago, más para convencerse a sí mismo que a los demás—. Solo temporal.

Llevó a los niños a casa. El viaje en su Mercedes fue silencioso, un silencio denso y expectante. Máximo sostenía a su hermana con fuerza, sin hacer preguntas, solo susurrándole palabras suaves y tranquilizadoras, un lenguaje secreto de consuelo entre los dos.

El apartamento de Iago los recibió con su vasta y fría elegancia. Espacios abiertos, alfombras de seda y ventanas panorámicas que ofrecían una vista de toda la ciudad iluminada. Para Máximo, que nunca había conocido más que la estrechez de una habitación alquilada, aquello era como un palacio de cuento de hadas.

Iago, sin embargo, se sentía completamente perdido en su propio hogar. No entendía nada de leches de fórmula, de cambiar pañales o de las rutinas de un bebé. Tropezaba con los paquetes de pañales, se olvidaba de las horas de las tomas, no sabía cómo hacer dormir a un niño.

Pero Máximo estaba ahí. Silencioso, atento, tenso. Observaba a Iago como a un extraño que podría desaparecer en cualquier segundo. Y, sin embargo, ayudaba. Mecía a su hermana con una pericia asombrosa, le tarareaba nanas que solo ellos conocían y la arropaba como solo puede hacerlo alguien que lo ha hecho innumerables veces.

Una noche, Sofía no conseguía dormirse. Lloraba desconsoladamente en su cuna. Iago lo intentó todo, pero fue en vano. Entonces, Máximo se acercó, la cogió en brazos con una delicadeza infinita y comenzó a tararear en voz baja. A los pocos minutos, la niña dormía plácidamente.

—Se te da muy bien calmarla —dijo Iago, observando la escena con una calidez que le recorría el pecho.

—Tuve que aprender —respondió el niño con sencillez. Sin resentimiento, sin queja; simplemente, un hecho de su corta y dura vida.

En ese momento, sonó el teléfono. Era Laura Pérez.

—Hemos encontrado a su madre. Está viva, pero actualmente en un centro de rehabilitación. Drogadicción, un caso difícil. Si completa el tratamiento y demuestra que puede cuidar de los niños, se los devolverán. Si no… el Estado se hará cargo de la custodia. O… tú.

Iago guardó silencio. Sintió una opresión en el pecho.

—Puedes convertirte oficialmente en su tutor legal. O incluso adoptarlos. Si eso es realmente lo que quieres.

No estaba seguro de estar preparado para ser padre. Pero de una cosa sí estaba seguro: no quería perder a esos niños.

Esa misma noche, encontró a Máximo sentado en un rincón del salón, dibujando cuidadosamente con un lápiz.

—¿Qué va a pasar con nosotros ahora? —preguntó sin levantar la vista del papel. Pero su voz lo revelaba todo: el miedo, el dolor, la esperanza y el pavor a ser abandonado de nuevo.

—No lo sé, Max —respondió Iago con sinceridad, sentándose a su lado—. Pero haré todo lo que pueda para que estéis a salvo.

Máximo guardó silencio por un momento.

—¿Nos llevarán otra vez? ¿Nos quitarán nuestra casa, te quitarán a ti?

Iago lo abrazó. Con fuerza. Sin palabras. Quería transmitirle con la fuerza de su abrazo todo lo que no sabía decir: ya no estáis solos. Nunca más.

—No os entregaré. Lo prometo. Nunca.

Y en ese instante, bajo la luz tenue de una lámpara de diseño, comprendió: esos niños habían dejado de ser extraños para él. Se habían convertido en parte de sí mismo, llenando un vacío que ni siquiera sabía que tenía.

A la mañana siguiente, Iago llamó a Laura Pérez.

—Quiero convertirme en su tutor oficial. Tutor legal completo.

El proceso no fue fácil: inspecciones de la vivienda, entrevistas con psicólogos, visitas domiciliarias, preguntas interminables que escarbaban en su pasado y en su dolor por la pérdida de Rita. Pero Iago lo superó todo, porque ahora tenía un propósito real. Un propósito con dos nombres: Máximo y Sofía.

Cuando la custodia temporal se convirtió en algo más permanente, Iago decidió mudarse. El apartamento, antes un refugio, ahora se sentía como un recordatorio de una vida solitaria. Compró una casa a las afueras de la ciudad, en la sierra, una casa con jardín, un porche espacioso, pájaros que cantaban por la mañana y el olor a hierba mojada después de la lluvia.

Máximo floreció ante sus ojos. El niño serio y tenso desapareció, dando paso a un niño que reía a carcajadas, que construía fuertes con cojines, que leía libros en voz alta y que traía dibujos que colgaba con orgullo en la nevera. Vivía, de verdad, con libertad, sin miedo.

Una noche, mientras lo arropaba en la cama, Iago le cubrió con la manta y le acarició suavemente el pelo. Máximo lo miró desde la almohada y dijo en voz baja:

—Buenas noches, papá.

En algún lugar de su interior, Iago sintió un calor que se extendía por todo su cuerpo, y sus ojos le picaron.

—Buenas noches, hijo.

En primavera, tuvo lugar la adopción oficial. La firma del juez confirmó formalmente el estatus, pero en el corazón de Iago, la decisión se había tomado hacía mucho tiempo, en un salón silencioso, con un abrazo.

El primer “papá” de Sofía, gritado con la alegría de un descubrimiento, se convirtió en un logro más valioso que cualquier éxito empresarial.

Máximo hizo amigos, se unió a un equipo de fútbol y a veces llegaba a casa con un ruidoso grupo de niños que lo llenaban todo de vida. Y Iago aprendió a hacer trenzas, a preparar desayunos, a escuchar, a reír… y a sentirse vivo de nuevo.

Nunca había planeado ser padre. No lo había buscado. Pero ahora no podía imaginar su vida sin ellos. Había sido difícil. Había sido inesperado. Pero se había convertido en lo más maravilloso que le había pasado nunca.