Un millonario se encuentra por casualidad con su exesposa afroamericana en un restaurante — y descubre que tiene gemelos idénticos a él…

Un magnate multimillonario descubre que tiene hijos — trillizos — de los que nunca supo nada. Este hallazgo lo obligará a enfrentarse con su pasado y a elegir entre su imperio y la oportunidad de ser finalmente padre.

Christopher Langston miraba la ciudad desde lo alto del ventanal de su oficina en el ático. Cada rascacielos, cada calle iluminada parecía pertenecerle — o al menos eso sentía. A sus cuarenta y cinco años, había acumulado una fortuna que no podría gastar ni en tres vidas. Su empresa, Langston Enterprises, valía miles de millones.

Las revistas lo calificaban como uno de los solteros más codiciados del país. Pero esa noche, algo en su interior era diferente.

—¿Señor Langston? —la voz de su asistente Barbara lo sacó de sus pensamientos, seguida de un suave golpe en la puerta.

—La reserva en LeBlanc es dentro de una hora. Los miembros del consejo ya están llegando.

Chris se acomodó la costosa corbata y tomó su chaqueta. Otra cena, otro encuentro de negocios.

Esa era su vida ahora: reuniones, contratos, negociaciones. Y le gustaba así.

O al menos eso se repetía a sí mismo.

—Gracias, Barbara. Puedes irte a casa.

Le sonrió. Barbara trabajaba con él desde hacía quince años, probablemente lo conocía mejor que nadie. Pero ella dudó un instante en la puerta.

—Hay otra cosa, señor. Hoy llegó una carta… del despacho legal Carter & Asociados. Chris… es de parte de los Carter.

Ese nombre. Un nombre que no había escuchado en años. Un nombre que había intentado borrar de su mente.

—Déjala sobre el escritorio —dijo, intentando sonar indiferente.

Pero su corazón ya se aceleraba. Ni siquiera necesitaba abrir el sobre para saber de quién venía.

Jasmine Carter.

Su exesposa.

La mujer a quien había amado más que a nada, hasta que su ambición se impuso.

Los recuerdos lo invadieron mientras apretaba la carta aún cerrada.

Su pequeño apartamento en los primeros años de matrimonio. Las risas de Jasmine. El café que ella le traía cada mañana a la cama.

Las discusiones, que comenzaban por tonterías y se volvían cada vez más violentas.

Y finalmente, el día en que ella se fue, llorando, diciéndole que no podía competir con su hambre de éxito.

—No ahora —susurró. Guardó la carta en el cajón.

Tenía una cena que afrontar. Personas importantes lo esperaban.

El restaurante era tal cual se espera de uno de los más lujosos de la ciudad: candelabros de cristal, música tenue, camareros silenciosos y eficientes.

Chris estaba sentado en la cabecera, sonreía a chistes que no le parecían graciosos y cruzaba palabras con hombres que apenas conocía.

—Y entonces le dije que esa acción ni siquiera valía el papel donde estaba impresa —contaba Harold, uno de los consejeros. Todos rieron al unísono, como ensayado.

Fue entonces cuando Chris la vio.

A tres mesas de distancia, sentada con la misma gracia de siempre. Jasmine.

Seguía siendo tan hermosa como el primer día que la conoció. El cabello, antes largo, ahora más corto. Pero la sonrisa —esa sonrisa que había sido su mundo— era idéntica.

Estaba con alguien, pero Chris no logró distinguir quién era.

Entonces escuchó algo.

Risas. De niños.

Tres, para ser exactos. Tenían unos cinco años. Dos niñas y un niño, reunidos alrededor de la mesa de Jasmine. Tenían su sonrisa, pero algo en ellos heló la sangre de Chris.

Los ojos del niño.

La forma en que una de las niñas inclinaba la cabeza.

No eran niños comunes.

—Señor Langston, ¿está bien? —Harold lo miraba preocupado.

Chris no podía respirar.

Ni siquiera podía pensar.