Aquel día era inmóvil, como un crepúsculo ahogado en plomo. El aire no flotaba simplemente: parecía aplastar la tierra, denso, espeso, pesado como hierro fundido. Todo alrededor estaba paralizado bajo una cúpula invisible de calor. Ni una hoja se estremecía en los árboles, ni un pájaro surcaba el aire con su graznido. El sol no brillaba: cocía, incendiario, consumiendo los tejidos como si quisiera alcanzar la piel.

Novorosíisk despertaba lentamente, a regañadientes. En verano, la ciudad parecía borrosa en los bordes, como si alguien la hubiera mojado: las casas, las calles, los rostros de los transeúntes perdían su nitidez, se volvían suaves, informes. Las cortinas de las ventanas estaban cerradas, dejando a veces entrever la sombra de un aire acondicionado. Sobre las aceras ondulaba una especie de espejismo, como si la tierra se evaporara bajo el efecto del calor. Eran las siete y cincuenta y cinco de la mañana.

Slavik Belov, de dieciséis años, llegaba tarde. No por primera vez, ni siquiera por décima. Sabía que si su profesor particular, Viktor Alexéyevich, lo veía llegar después del inicio de la clase, marcaría el número de su madre para denunciarle cada ausencia. Pero en ese instante, le importaba un bledo. Corría. Su mochila golpeaba contra su espalda, su camiseta se pegaba a su piel empapada de sudor, sus zapatillas resbalaban sobre el asfalto caliente.

Dobló la esquina de la calle, pasó junto a un viejo supermercado abandonado desde hacía tiempo: un edificio gris, decrépito, como olvidado por el tiempo. Y de repente, se detuvo en seco. No porque estuviera extenuado o porque hubiera reconocido a alguien; no. Algo dentro de él —una señal tenue pero insistente— lo había paralizado.

Era el llanto de un niño.

Débil, intermitente, casi ahogado: no tanto una voz como una desesperación que brotaba. Slavik miró a su alrededor. Su corazón latía tan fuerte que resonaba en sus sienes. El calor le quemaba las orejas, pero ese sonido lo había percibido claramente. Detrás de él, a la sombra de un árbol seco, había un coche: viejo, desvaído, con la pintura descascarillada, los cristales empañados. Del interior emanaban esos sollozos.

Slavik avanzó lentamente. Cada paso era una eternidad. Al principio, no distinguió nada; luego vio los cristales tintados. Finalmente, en la penumbra del habitáculo, una pequeña silueta: un niño. Una niña, de aproximadamente un año, quizás un poco más. Sus mejillas estaban ardientes, sus ojos entrecerrados, sus labios agrietados por la sed.

—Dios mío… —murmuró, sintiendo un escalofrío de miedo recorrer su columna vertebral. Tiró de la manija de la puerta: cerrada con llave. Fue al lado del pasajero: mismo resultado. Nada que hacer.

—¡Eh! ¿Hay alguien? ¡Ayuda! —gritó, pero la única respuesta fue el silencio abrumador. Nadie alrededor. Solo el horno y los escombros en la cuneta. En su cabeza florecían pensamientos: «No es asunto tuyo», «La policía debe encargarse», «Te arriesgas a tener problemas». Pero su mirada volvía a la niña. Su cabecita se balanceaba, impotente.

Slavik agarró una piedra. Se precipitó hacia la ventanilla, levantó el brazo y golpeó. Un estruendo seco resonó, como si el mundo acabara de romperse. El cristal saltó en pedazos, como hielo picado. Una bocanada ardiente escapó del habitáculo, como de un horno. Deslizó la mano adentro, con los dedos temblorosos, pero el cinturón de seguridad se resistía. Maldijo, giró, y finalmente, con un pequeño «clic», desbloqueó la hebilla. Sacó a la niña, la apretó contra él para protegerla del sol y le susurró: —Estoy aquí. Todo va bien. Estás a salvo.

No perdió ni un segundo. Sin llamar a refuerzos, echó a correr. La clínica estaba a tres manzanas, lo que para él parecía un periplo sin fin. El sudor le picaba en los ojos, sus piernas flaqueaban, sus brazos temblaban bajo el frágil peso de la niña. No se detuvo.

Los transeúntes se volvían, algunos lo llamaban, otros preguntaban qué pasaba. Pero él no los oía. Ni siquiera sentía ya su camiseta, completamente empapada. La niña, en sus brazos, no se movía.

No sabía su nombre, ni el de sus padres, ni el origen de su abandono. Pero en ese instante, sentía por ella una responsabilidad inmensa, como si sostuviera al mundo entero en sus brazos.

Las puertas de la clínica se abrieron ante él con un siseo característico. El aire fresco, la luz cruda, el olor a medicamentos: todo ello cayó sobre él como un trago de agua tras una sed interminable.

—¡SOCORRO! —gritó, e inmediatamente todas las miradas convergieron en él. Una enfermera —alta, con gafas, de rostro severo pero mirada inquieta— se precipitó a su encuentro.

—La niña… en el coche… calor… ella… —su voz se quebraba, las palabras se enredaban como hilos imposibles de desenredar. Le quitaron a la niña con precaución y se la llevaron. Las puertas del pasillo de reanimación se cerraron ante él.

Se encontró solo. Con las manos temblorosas, el estómago anudado por el miedo. En su cabeza resonaba un zumbido blanco. Se sentó lentamente en un banco y tomó conciencia por primera vez: podría no haberla encontrado. Podría haber llegado demasiado tarde. Podría haber dudado.

Y fue en el momento en que el silencio se volvió insoportable cuando finalmente dejó correr sus lágrimas.

Pasaron diez minutos, quizás cuarenta. Slavik no lo sabía. Sentado, con la mirada fija en el suelo, tenía la impresión de que en las grietas entre las baldosas se podía disimular su miedo, su culpa y ese vacío aterrador en su interior. Sus palmas aún ardían, como si todavía la tuviera en brazos. Solo le llegaba su propia respiración. Todo lo demás parecía lejano, ahogado, irreal.

Una mujer con bata blanca salió finalmente del pasillo. De baja estatura, cabello gris recogido en un moño y rasgos faciales marcados. Se detuvo frente a él. —¿Tú trajiste a la niña? Slavik asintió lentamente, como si temiera que un gesto rompiera lo que acababa de suceder. —¿Está viva? La mujer, presumiblemente doctora, lo miró largamente. Luego se sentó a su lado. —Llegaste a tiempo. Un poco más… y… —no terminó la frase. Él lo entendió de todos modos.

—¿Cómo estás tú? —preguntó ella, con voz más suave. Él guardó silencio. Y de repente, todo en él se comprimió, hirvió y luego estalló. Se llevó las manos al rostro y sollozó: ruidosamente, con sollozos entrecortados, como un niño, sin contención, sin vergüenza.

Media hora más tarde, un hombre de uniforme apareció en el vestíbulo. Treintañero, mirada penetrante, ojos cansados pero amables. —Teniente Romanov —se presentó—. ¿Puedo hablar contigo? Slavik asintió. Todo lo que podía romperse ya lo estaba. Ahora, estaba listo para cualquier cosa.

Salieron. Slavik se dejó caer en un banco, Romanov se sentó a su lado. —Cuéntamelo todo en orden. Él contó: el calor sofocante, los llantos en el coche, la piedra en la mano, su carrera apretando a la niña contra él. Contó cómo, en un momento, se había vuelto adulto, como si ya no hubiera vuelta atrás.

—¿Nadie a tu alrededor? —preguntó el oficial. —Nadie. Solo ella. Slavik señaló el lugar donde estaba el coche. El oficial asintió y tomó notas. —Actuaste correctamente, Slava. Poca gente se habría atrevido. Pero salvaste una vida. Eso es muy importante. Slavik asintió de nuevo, pero la gratitud no lo reconfortaba. Solo sentía un vacío.

Más tarde, un coche aparcó frente a la clínica. Un hombre y una mujer salieron de él: rostros apagados, ojos rojos, gestos mecánicos. La mujer temblaba. El hombre caminaba delante, como para protegerla. Entraron en el vestíbulo y localizaron de inmediato a Slavik. Se acercaron. —¿Eres tú? … ¿Tú encontraste a nuestra hija? —la mujer cayó de rodillas ante él—. Dios mío… Dios mío… Slavik quiso retroceder. No sabía qué decir, ni cómo mirarlos.

—Pensé que la habían secuestrado… —murmuró el hombre—. Teníamos prisa… no queríamos… Slavik cruzó su mirada con la de ellos. —Casi muere —dijo él suavemente. La doctora se acercó, puso una mano en su hombro: —Vivirán con esto toda su vida. Pero ahora, esa pequeña tiene una oportunidad. Gracias a ti.

Unos días después, llegó un mensaje. La doctora le pedía a Slavik que fuera a la clínica, solo para ver cómo estaba Lera. Él aceptó, sin saber muy bien por qué.

Ella estaba acostada en su habitación, vestida con un adorable mameluco y sosteniendo un juguete. Sus mejillas habían recuperado su color rosado, su respiración era regular. Dormía. Slavik se acercó y se sentó suavemente a su lado.

—Se llama Lera —dijo la doctora. —Un bonito nombre. —Está viva. Gracias a ti. Slavik asintió. No supo qué responder. Pero en ese instante, algo se calentó imperceptiblemente en su pecho, como un primer rayo de luz después de una larga noche, como una delgada esperanza que despierta. —Si quieres, vuelve a verla de vez en cuando. Siempre estaremos encantados de recibirte.