Nicholas Miller había anhelado el lujo desde que tenía memoria. Criado en un pueblo de provincias destartalado, pronto supo que quería algo más. Su infancia transcurrió en un apartamento estrecho con paredes finísimas, vecinos ruidosos y una escasez constante de alimentos. En la televisión, veía villas con vistas al mar, coches relucientes y gente que parecía nacida para vivir sin preocupaciones. Nicholas estaba seguro: esa era la vida que le esperaba.

A los veinticinco años, se había convertido en un maestro del encanto. Sabía escuchar con atención, mantener una conversación informal, decir exactamente lo que alguien quería oír y, lo más importante, inspirar confianza. Su plan era simple: encontrar una mujer adinerada, sumergirse en su mundo y no irse jamás. No por amor, sino por la comodidad y la libertad que creía merecer.

Su oportunidad llegó en una deslumbrante gala en Los Ángeles. Victoria Hathaway —de sesenta y dos años, viuda y guardiana de una de las grandes fortunas de California— entró en la sala con un vestido lavanda. Su cabello plateado enmarcaba su rostro suave y digno. Su porte, con una gracia serena, la hacía parecer intocable.

Desde el otro lado del pasillo, Nicholas la observaba por encima del borde de su copa de champán; una bebida conseguida no por la riqueza, sino por las amistades adecuadas. Otros hombres la evitaban, intimidados por la enorme diferencia de edad. Pero para Nicholas, la edad era irrelevante. En ella, veía no solo a una mujer, sino la clave de todo lo que siempre había deseado.

—Nicholas Miller —dijo con suavidad mientras se acercaba, sonriendo—. Estás radiante esta noche, Victoria.

Su sonrisa de respuesta fue cautelosa, pero cálida.

A partir de ese momento, comenzó el juego. Nicholas organizó cenas a la luz de las velas, elogió su filantropía y habló con reverencia de cuánto tiempo había buscado a una mujer de tal refinamiento. Victoria, resignada hacía tiempo a la soledad, sintió algo que se agitaba: un eco embriagador de juventud, de ser deseada de nuevo.

Seis meses después, se arrodilló en un jardín sembrado de rosas, presentándole un anillo de diamantes comprado a crédito. Habló de amor eterno, de devoción sin límites. Los veinticinco años que los separaban la agobiaban, pero sus palabras disiparon sus dudas. Contra toda lógica, dijo que sí.

Los rumores se extendieron por la alta sociedad. “¿Un chico guapo casándose con un millonario mayor? No es más que un canalla”. Nicholas llevaba sus sospechas como una insignia de honor. Al fin y al cabo, ¿no era ese el objetivo?

A medida que se acercaba la boda, se sumergió en los preparativos: la elección de flores, la música, la iluminación, interpretando a la perfección el papel del novio atento. Sin embargo, tras la máscara, solo un pensamiento lo consumía: el momento en que su fortuna pasaría legalmente a ser suya.

Llegó el día. Bajo un dosel de seda blanca y cintas doradas, los invitados se reunieron, con las cámaras encendidas. Victoria, elegante con su vestido de hombros descubiertos, caminó lentamente por el pasillo. Nicolás se irguió en el altar, con su sonrisa practicada deslumbrante y el pulso acelerado.

Se pronunciaron los votos, se intercambiaron los anillos, la multitud suspiró con devoción. La victoria estaba al alcance. Una firma más, y su sueño por fin se haría realidad.

Y entonces su mirada se deslizó, casi por accidente, hacia su hombro desnudo.

Una marca. Justo debajo de la clavícula. Una marca de nacimiento con forma de media luna.

La sonrisa se le congeló en los labios. Se le cortó la respiración. El corazón le latía con fuerza.

Conocía esa marca. Había oído hablar de ella hacía mucho tiempo, susurrada en la oscura cocina del hogar de acogida. Sus padres adoptivos le habían hablado de la mujer que lo abandonó en un orfanato; el único detalle que recordaban: una marca de nacimiento en forma de medialuna en su hombro izquierdo.

En ese momento, era demasiado joven para comprenderlo. Pero el recuerdo nunca lo abandonó.

Y ahora, en el altar, mirándolo desde el hombro de su novia, ya no era solo un recuerdo.
Estaba listo para casarse con una viuda adinerada… pero una mirada a la marca en su hombro reveló lo impensable: acababa de casarse con su propia madre.

Nicholas se quedó paralizado ante el altar, mirando a Victoria. El pulso le latía con fuerza en el pecho, no de alegría ni de amor, sino de un horror insidioso que lo desgarraba por dentro.

Esa marca de nacimiento. Una luna creciente grabada en su hombro. La misma marca de la que sus padres adoptivos habían susurrado una vez al hablar de su verdadera madre.

No podría ser. ¿O sí?

Nunca imaginó que la mujer que lo abandonó de bebé podría un día estar ante él, renacida como una viuda adinerada con un nuevo nombre, una nueva vida y una apariencia refinada. Pero esa marca… era demasiado precisa, demasiado condenatoria para ignorarla.

Victoria captó su vacilación.
«Nicholas, cariño, ¿estás bien?»

Los invitados intercambiaron miradas inquietas. Algo no cuadraba.

Nicolás forzó una sonrisa, le tocó la mejilla en lugar de besarla en los labios y permitió que la ceremonia continuara. Por fuera, hacía el papel de novio, pero por dentro, su mundo se derrumbaba.

En el banquete, apenas tocó su copa. Sus pensamientos bullían como avispas. Papeles de adopción que una vez encontró por casualidad, una nota medio rota que describía a su madre biológica y ese único detalle que la identificaba: una marca en forma de medialuna en su hombro izquierdo.

Y ahí estaba ella, con un vestido de novia, llamada su esposa.

Cuando la multitud se distrajo con el imponente pastel, Nicholas apartó a Victoria. Tenía la voz ronca.
«Tenemos que hablar».

Ella lo siguió a una habitación privada, con expresión preocupada.

—Esa marca de nacimiento —susurró—. ¿Siempre la has tenido?

—Sí, desde que nací. ¿Por qué? —preguntó, visiblemente desconcertada.

Nicholas cerró los ojos, armándose de valor para hablar.
«Fui adoptado. El registro decía que mi madre tenía la misma marca. En el hombro izquierdo. Exactamente igual a la tuya».

Victoria palideció. Le temblaban las manos al tambalearse hacia atrás, tapándose la boca.
“¿Quieres decir… que…”

—Me temo que eres mi madre —dijo al fin. Las palabras cayeron como un disparo, destrozándolos a ambos.

Silencio. Luego un sollozo.

Victoria se desplomó en una silla, agarrando un pañuelo mientras las lágrimas le nublaban la vista.
«Solo tenía dieciséis años», susurró. «Mis padres me obligaron a renunciar a mi bebé… Nunca volví a ver su rostro. Ni siquiera su nombre».

Miró a Nicholas y, por primera vez, lo reconoció: el niño que había perdido, ahora un hombre.
«Dios mío… eres tú».

Nicholas se sentó pesadamente frente a ella. El lujoso salón, las rosas, el tintineo de las copas afuera; todo le parecía grotesco, sofocante. Había buscado la riqueza y se había encontrado en una pesadilla inimaginable.

La puerta se abrió con un crujido. Los invitados se asomaron.
“¿Qué pasa?”, susurró alguien.

Nicholas se puso de pie. Le temblaba la voz, pero sus palabras eran de acero:
«La boda se cancela. No podemos estar juntos».

Victoria huyó entre lágrimas, con el vestido colgando como las alas de un pájaro destrozado. Los invitados la miraron en silencio, atónitos.

Por la mañana, el escándalo estaba por todas partes. Rumores de traición, rumores de romance prohibido. Pero nadie fuera de esa habitación sabía la verdad.

Una semana después, Nicholas desapareció entre las sombras de la ciudad. Atrincherado en un motel sin nombre, ignoró cada golpe, cada llamada.

Victoria buscó en los registros, su peor miedo la corroía hasta que la verdad fue innegable: él era su hijo. El niño que había perdido había regresado de la forma más cruel posible.

Con manos temblorosas, reescribió su testamento y borró su nombre.

Dos meses después, llegó una carta. Sin remitente. Sin fecha. Solo una línea:

“Perdóname.”

Después de eso, Nicolás desapareció para siempre.

Victoria recurrió a la caridad, volcando su dolor en ayudar a los demás. Sin embargo, cada año, el día que debería haber sido su aniversario, regresaba a la antigua fábrica de relojes donde nació su hijo, donde todo empezó.

Su historia, un amor que se convirtió en tragedia, se convirtió en una de las leyendas más oscuras de Los Ángeles. Un relato susurrado en las sombras. Una boda que nunca debió haber sucedido.