
—¡Detente! —grité a través de todo el campo, pero la pequeña silueta continuaba moviéndose lentamente entre las espigas.
Agosto era sofocante. Regresaba del río, cargando un cubo de ropa, cuando la vi: una niña de cinco años con un vestido hecho jirones. Avanzaba con un paso extraño, como medio dormida.
—¡Eh, pequeña! —dejé el cubo en el terraplén y corrí hacia ella. La niña se volvió. Sus grandes ojos marrones me atravesaban con la mirada. Una cicatriz seca oscurecía su mejilla.
—¿Cómo te llamas? —me acuclillé frente a ella. Silencio. Solo el viento susurraba en el trigo a nuestro alrededor. —¿Dónde está tu mamá? —pregunté suavemente. Ella inclinó ligeramente la cabeza, luego levantó su frágil mano y señaló a lo lejos.
—No hay nadie allí, mi niña. Ven conmigo, entrarás en calor y comerás. Tomé su mano helada —a pesar del calor, estaba fría— y la llevé a casa. La niña caminó dócilmente, lanzando de vez en cuando una mirada detrás de ella hacia el horizonte infinito.
Iván trabajaba en la huerta. A nuestra llegada, se enderezó: —Mashka, ¿quién es? —La encontré en el campo. Estaba sola. No dice ni una palabra. Él se acercó y se acuclilló: —Hola. Soy el tío Vania. ¿Quieres una zanahoria? Sacó una zanahoria pelada de su bolsillo. La niña la tomó y mordió con precaución. —Habría que avisar a la policía —murmuró él. —Primero, la alimentamos y la lavamos. Mira qué sucia está.
En la cocina, senté a la niña a la mesa, le serví leche y puse pan. Comía lentamente, aplicada, casi en silencio. A veces, se quedaba inmóvil, como si escuchara un sonido lejano. —¿Recuerdas tu nombre? Ella negó con la cabeza. —¿Y de dónde vienes? Señaló de nuevo un punto invisible. —¿Quizás gitanos? —supuso Iván—. Un campamento pasó por aquí hace poco. —No lo parece. Más bien una niña perdida.
La llevé a la ducha, le quité el polvo y la suciedad, desinfecté sus heridas con yodoformo. Bajo la capa de polvo se reveló una piel clara y cabellos finos, casi rubios. La vestí con mi camisa vieja: demasiado grande, pero limpia.
Por la noche, el policía del sector, Stepanitch, vino a examinar a la niña y a tomar nota de sus señas particulares. —Nadie la busca en la región. Voy a verificar en los municipios vecinos. ¿Mientras tanto? —Se queda con nosotros —dije con firmeza. Iván asintió. —Volveré mañana.
Por la noche, la niña se despertó sobresaltada y corrió hacia mí. Me abrazó, temblando toda ella. —Tranquila, tranquila, estoy aquí. Nadie te hará daño. Le acaricié la cabeza hasta que se calmó, y luego la acomodé a mi lado en el catre de la habitación. —¿Mamá? —murmuró de repente. Mi corazón se detuvo. —¿Qué, mi niña? Pero ya se había vuelto a dormir.
Pasó una semana. Stepanitch volvía cada día: ninguna novedad. La niña seguía muda, solo murmuraba palabras indistintas en un idioma desconocido mientras dormía. —¿Quizás extranjera? —sugirió Iván durante la cena. —¿Qué extranjeros en nuestro campo? La niña estaba sentada a nuestro lado, terminando su patata. En una semana, sus mejillas se habían sonrosado, su mirada se había animado. —¿Y si le damos un nombre? —propuso mi marido—. Sería más sencillo. —¿Y si ya tiene un nombre? Podría recordarlo. —Que sea un nombre provisional. Miré a la niña. Levantó los ojos: marrones, salpicados de reflejos dorados. —Katia —dije de repente—. Me recuerda a mi abuela Katia de niña. Los mismos ojos. La niña sonrió por primera vez.
El otoño llegó temprano. La habíamos bautizado “Katia”, y poco a poco empezó a acostumbrarse. Ayudaba en las tareas diarias: dar de comer a las gallinas, recoger los huevos. Empezó a hablar: primero palabras sueltas, luego frases cortas. Pero sobre el pasado, ni una palabra.
—Mamá, agua —dijo una mañana. Me quedé helada, con la tetera en la mano. Iván se dio la vuelta para ocultar la emoción en sus ojos. —¿Qué has dicho? —Dame agua… mamá. La abracé contra mí, incapaz de soltarla.
En octubre, una carta del distrito confirmó que nadie buscaba a la niña. Proponían enviarla a un centro de acogida. —No la entregaremos —declaró Iván con determinación—. Solicitaremos la tutela. —¿Y si aparecen sus padres? —Ya veremos. Pero a un centro de acogida no.
Empezaron entonces los trámites administrativos: certificados, inspecciones, comisiones. Inspeccionaron la casa, preguntaron por nuestros ingresos. Katia se escondía detrás de mi falda, silenciosa ante los desconocidos. —La niña es extraña —observó una trabajadora social—. ¿Quizás habría que enviarla a especialistas? —No es extraña —respondí—. Solo tiene miedo. Necesita un hogar, no expertos.
Para Año Nuevo, los papeles estaban listos. Katia se convirtió oficialmente en nuestra pupila. —Ahora eres nuestra —dijo Iván tomándola en brazos—. Para siempre. La niña lo abrazó y susurró: —Papá…
En invierno, ocurrió un suceso inexplicable. Desperté en plena noche y la vi de pie frente a la ventana, mirando el campo blanco tras el cristal. —Katioushka, ¿qué haces aquí? —Se han ido —respondió suavemente—. Ya no volverán. —¿Quién se ha ido, mi tesoro? Se volvió hacia mí, con el rostro serio, casi adulto bajo la luz de la luna. —Ya no me acuerdo. Pero no volverán. La abracé, la alejé de la ventana y la volví a meter en la cama. Nunca más volvió a acercarse al cristal por la noche.
En primavera, Katia floreció. Corría por el patio, reía, tarareaba sus cancioncillas. Aprendió a leer rápidamente, como si ya conociera las letras. Dibujaba extraños motivos: círculos, espirales, signos que no entendíamos. —¿Qué es eso? —preguntaba yo a veces. —Sale solo —respondía ella simplemente.
En mayo, mi hermana de la ciudad vino a visitarnos. Al ver a Katia, exclamó: —¡Mashka, pero si es idéntica a ti de niña! ¡Parece tu propia hija! Miré a Katia, y era verdad. Los mismos pómulos, la misma forma de ojos. Su cabello, sin embargo, era más claro. —Es el destino —dijo mi hermana—. No hay casualidades: Dios os ha unido.
En verano, exactamente un año después de haberla encontrado, la niña se despertó y murmuró: —Mamá, me acuerdo. Mi corazón se detuvo. —¿De qué te acuerdas? —De que siempre he sido vuestra. Solo que tardé mucho en encontraros. La apreté contra mí, incapaz de contener las lágrimas. En ese momento, entró Iván. —¿Qué pasa? —Papá —sonrió Katia entre lágrimas, extendiendo los brazos hacia él—, me acuerdo: soy vuestra hija. Desde siempre.
Los años pasaron rápido. Katia creció, inteligente y dulce. La primera de la clase, ayudante en casa, la alegría entre los niños del pueblo. A los catorce años, ganó la olimpiada de matemáticas del distrito. —Tienes que ir a estudiar a la ciudad —dijo Iván—. El instituto, la especialidad: todo te espera. —¿Y vosotros qué? —se preocupó ella. —Nosotros no nos moveremos. Tu casa está aquí, y vendrás a vernos.
Esa noche, estábamos sentados los tres en el porche, Katia entre nosotros, con la cabeza en mi hombro. —Mamá, cuéntame otra vez cómo me encontraste. Lo hacía por centésima vez, pero para ella era importante. Escuchaba, con una sonrisa en los labios. —Te encontré en el campo, tenías cinco años, y te crie como a mi hija. Ahora me llamas mamá. Es lo más hermoso que nos ha pasado —concluí.
—Sabéis —dijo Katia pensativa—, siempre tengo el mismo sueño. Estoy en una luz blanca, una mujer me dice: “Ven, te están esperando”, y me muestra nuestro campo. —¿Quizás era un ángel? —sugirió Iván. —Quizás…
A los dieciocho años, entró en la facultad de medicina. El día de su partida a la ciudad, Iván y yo la despedimos llorando. Volvía en las vacaciones: la casa se llenaba de nuevo de risas y calor. —Mamá, he conocido a un chico —confesó en tercer año—. Se llama Séréja, también es médico. —Tráelo, queremos conocerlo. Séréja resultó ser un buen hombre: serio y trabajador. Iván lo aprobó de inmediato. —Es un chico en quien se puede confiar —dijo más tarde—. Estoy tranquilo.
La boda se celebró en el pueblo. Katia, con su vestido blanco, estaba espléndida. Lloramos de felicidad todo el día. —Gracias por todo —murmuraba ella mientras nos abrazaba.
Dos años después nació su hijo, Vanechka, un verdadero pequeño Iván. Luego una nieta, Mashenka, imagen de su abuela. Katia y Séréja trabajaban en el hospital del distrito, pero cada fin de semana volvían. La casa recuperaba el eco de las risas infantiles.
Un día, cuando Vanechka cumplió cinco años —la edad de Katia cuando la encontramos—, ocurrió un suceso extraño. Paseábamos en familia hacia el campo. Vanechka se detuvo de repente y señaló con el dedo: —Mamá, hay alguien. Miramos: nadie. Solo las espigas se mecían. —No hay nadie, cariño. —Sí, una mujer con un vestido blanco. Me saluda con la mano y me dice “gracias”. Katia palideció y se agachó junto a él: —¿Qué más hace? —Sonríe y espera.
Nada más. Pero desde ese día, algo había cambiado en Katia: se volvió más serena, más segura de sí misma, como si un camino invisible terminara.
Esa noche, estábamos de nuevo en el porche. Los pequeños dormían, Iván y Séréja jugaban al ajedrez. —Mamá —dijo suavemente Katia—, creo que empiezo a recordar. —¿El qué? —No todo, solo una sensación. Me guiaron hasta vosotros. Me dejaron ir para que encontrara un hogar. Para que vosotros tuvierais una hija y yo tuviera una familia. —Qué historia —respondí, con la voz temblorosa. —No, no es una historia. Soy vuestra. No de sangre, sino de corazón. La tomé en mis brazos, como antaño, cuando apreté contra mí a aquella niñita asustada. —Eres nuestro milagro. —Mamá… Cuando Vanechka nació, lo entendí: el círculo se ha cerrado. El amor que me disteis, yo lo transmito. Y se transmitirá siempre.
Permanecimos en silencio, viendo el sol esconderse lentamente tras el horizonte. Ese campo, ese lugar donde nuestra historia había comenzado. La historia de una niña venida de la nada y convertida en la persona más cercana. La historia que demuestra que la familia no es necesariamente la sangre: es el amor, el cuidado y los años pasados juntos.
—Refresca —dijo Iván—. Entremos. Nos levantamos y fuimos. Katia nos abrazó a los dos: —Os quiero. Gracias por no abandonarme. Gracias por creer en mí. —Te queremos, hija mía —respondí—. Las personas pueden convertirse en familia por el corazón. Y tú eres nuestro verdadero milagro. Y era la pura verdad.
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