Desde hacía semanas notaba algo extraño. Cada vez que llegaba la hora de la comida, la muchacha de servicio salía corriendo al baño a vomitar. En mi interior crecían las sospechas, pero no me atrevía a decir nada. Lo más raro era que, en cada ocasión, mi esposo y también mi cuñado se ponían nerviosos, iban y venían apresurados, como si quisieran ocultar algo.
Al principio pensé ingenuamente: “¿Será que está embarazada? Pero… ¿cómo podría ser posible?”
Aquella noche, incapaz de dormir, bajé en silencio a la cocina. Desde lejos ya se filtraba una luz tenue. Contuve la respiración y me acerqué despacio.
La escena frente a mis ojos me dejó helada: la sirvienta estaba agachada, con las manos temblorosas sujetando un cuenco con medicina, murmurando algo, con un gesto de terror en el rostro.
Pero lo que realmente me heló la sangre fue ver quién estaba de pie a su lado, inclinándose para sostenerla por los hombros… ¡mi propio esposo!
Sus ojos mostraban preocupación, y le susurraba:
—Aguanta unos meses más… todo pasará. No dejes que nadie lo descubra…
Me tapé la boca para no gritar, con el corazón golpeando en el pecho. Mil preguntas se agolpaban en mi mente: ¿realmente estaba embarazada? ¿De quién era ese hijo? ¿Y por qué también mi cuñado parecía tan involucrado?
Volví a mi habitación con el alma hecha pedazos. No dormí en toda la noche. Al día siguiente fingí calma, hice las tareas de siempre, pero en mi interior decidí: debía aclararlo todo.
Llevé en secreto el cuenco con la medicina a una farmacia cercana. El resultado me dejó sin aire: era medicamento para proteger un embarazo.
Ya no quedaban dudas. La sirvienta estaba embarazada. Y el padre del niño… no hacía falta preguntar.
Esa noche, en la cena familiar, puse sobre la mesa el envoltorio de la medicina y el informe de la farmacia. Miré directamente a mi esposo y a mi cuñado. Ambos palidecieron, mudos de terror.
Sonreí con frialdad:
—Muy bien. Uno se hace llamar esposo, el otro cuñado. ¿Creyeron que era tan ingenua? Anoche lo vi todo.
Mi esposo temblaba, intentó arrodillarse, balbuceando:
—Yo… me equivoqué. Dame una oportunidad…
Mi cuñado bajó la cabeza, incapaz de pronunciar palabra.
Yo lo miré a los ojos y le dije, marcando cada palabra:
—¿Oportunidad? ¿Pensaste en darme una cuando me humillabas así? Ese niño es tuyo, lo sabes bien. Pero desde hoy te libero a ti y a ella. No pienso seguir con un traidor.
Entonces coloqué sobre la mesa la demanda de divorcio ya firmada.
La sirvienta rompió en llanto, mi esposo hundió la cabeza y mi cuñado se cubrió el rostro. Los tres bajaron la mirada, incapaces de enfrentarme.
Yo me levanté, la frente en alto, llevando conmigo la dignidad que aún me quedaba, y abandoné la casa que alguna vez llamé hogar.
Afuera, el viento frío me acariciaba el rostro, pero por dentro sentí una paz inesperada. Comprendí que la pérdida más grande no era perder a un marido, sino perder la ilusión de un amor falso.
Y pensé: Mejor sola y orgullosa, que conviviendo con un traidor.
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