Padre soltero lleva a su jefa borracha a casa después de la fiesta de la empresa. Al despertar, no cree lo que ella hizo con su hija. No puedo manejar así. Isabela se tambaleó contra la pared del baño, sus tacones resbalando en el piso mojado. Dios mío, ¿qué voy a hacer? Miguel se detuvo en seco al escuchar los soyosos que salían del baño de mujeres.

La fiesta de Tecnova Soft ya había terminado y él solo quería llegar a casa con Sofía. Pero algo en esa voz quebrada lo hizo voltear. Señorita Mendoza tocó suavemente la puerta. ¿Está todo bien? Un silencio. Luego más llanto. Perdón, yo no debería estar aquí, pero la escuché. ¿Y Miguel, ¿eres tú? La voz de Isabel la sonaba ahogada.

Por favor, no me veas así. Él miró hacia los lados del pasillo vacío. La lluvia golpeaba fuerte contra los ventanales del piso 20 y los últimos empleados ya se habían ido. Disculpe, pero voy a entrar solo para asegurarme de que esté bien. La encontró sentada en el suelo, su elegante traje azul marino arrugado, el maquillaje corrido.

Esta no era la directora de desarrollo que conocía, la mujer que dirigía juntas con mano firme y que nunca mostraba debilidad. No me vea así”, susurró Isabela cubriéndose el rostro. “Usted no debería verme así.” Miguel se agachó y le ofreció su pañuelo. Todos tenemos malas noches, señorita. ¿Qué pasó? Isabela levantó la vista.

Sus ojos verdes estaban empañados, vulnerables de una manera que él jamás había visto. Bebí demasiado. Mi apartamento está en Santa Fe y yo no puedo manejar. No tengo a nadie que se detuvo como si acabara de darse cuenta de lo patético que sonaba. La exitosa Isabela Mendoza, la colombiana que había llegado a México hace 7 años sin nada y ahora dirigía el departamento más importante de la empresa. No tenía a quien llamar en una emergencia. Venga.

Miguel le tendió la mano. La llevo a mi casa. Mañana la traigo por su carro. A su casa, Miguel. No puedo. Usted tiene su vida, su hija. Sofía está con la vecina hasta mañana y no voy a dejarla aquí sola. Isabela lo miró con una mezcla de gratitud y pánico. ¿Por qué haría eso por mí? Soy su jefe.

Esto es inadecuado. Miguel sonrió levemente. Porque es lo correcto. ¿Y por qué? Bueno, porque todos merecemos que alguien nos cuide cuando estamos mal. En el taxi, mientras la lluvia creaba un mundo privado dentro del auto, Isabela recargó su cabeza contra la ventana. “¿Sabe cuántas veces me han propuesto matrimonio?”, dijo de repente, con la voz pastosa por el alcohol.

Miguel no sabía si debía responder. “Tres veces”, continuó ella, “Tres hombres diferentes. ¿Y sabe por qué dije que no a todos?” No, señorita, porque ninguno quería conocerme realmente. Solo querían la versión exitosa de mí, la ejecutiva, la que gana bien, la que se ve bien en las fotos de eventos empresariales.

Sus palabras salían entrecortadas, pero había una honestidad brutal en ellas. Nadie nunca me preguntó qué me gusta desayunar o si extraño las arepas de mi abuela o si a veces lloro viendo películas tontas. Miguel sintió algo removerse en su pecho. En tres años de trabajar bajo sus órdenes, nunca la había visto así de humana. ¿Y usted qué desayuna?, preguntó suavemente.

Isabela volteó a verlo sorprendida. Perdón, que qué le gusta desayunar. Una sonrisa pequeña apareció en sus labios. Huevos pericos con arepa y café muy cargado, como en Bogotá. Y sí extraña las arepas de su abuela todos los días. y llora con las películas.

Isabela se rió un sonido quebrado pero genuino, especialmente con las de Disney. Patético, ¿verdad? Para nada. Miguel la miró a través del reflejo en la ventana. Suena normal. Suena real. El taxi se detuvo frente al edificio de Miguel en la colonia Roma Norte. Era un lugar modesto, muy diferente al mundo de rascacielos donde trabajaban. Miguel. Isabela puso su mano en su brazo cuando él fue a pagar.

Gracias. Y lo siento. Mañana vamos a pretender que esto nunca pasó. Sí. Él la ayudó a bajar del taxi sosteniéndola cuando sus tacones volvieron a traicionarla en la banqueta mojada. Si eso es lo que usted quiere, dijo, “Pero para que sepa, no tengo nada que fingir.” Arriba en su pequeño departamento de dos recámaras, Miguel le prestó una playera y unos pants que le quedaban enormes.

Isabela se veía perdida en su ropa, pero más cómoda que en todo el día. “Su casa es acogedora”, dijo mirando las fotos de Sofía en las paredes. “Es pequeña, pero es nuestra. ¿Cuánto tiempo tiene de enviudar?” 3 años y medio. Sofía tenía seis cuando pasó.

Isabela asintió observando una foto donde una mujer morena sonreía abrazando a Miguel y a una Sofía pequeña. Ella era hermosa, era una buena mamá. Miguel acomodó una almohada en el sillón. Yo duermo aquí. Usted tome mi cuarto. No, Miguel, no puedo. Insisto. Y mañana hablamos de todo esto con la cabeza fría. Isabela se dirigió hacia la habitación, pero se detuvo en la puerta.

Miguel, ¿por qué está haciendo esto? Él la miró desde el sillón, ya quitándose los zapatos. Porque hace tr años, cuando murió Carmen, usted fue la única en la oficina que no me preguntó cuándo iba a regresar a trabajar. Solo me dijo que tomara el tiempo que necesitara. Eso significó mucho. Isabela se quedó en silencio por un momento.