Era una mañana fría de noviembre. El cielo estaba plomizo y la ciudad, apresurada e indiferente, seguía su rutina como si nada hubiera cambiado. La gente iba al trabajo, a la escuela, hacia un día normal… solo que, para algunos, lo normal significaba la lucha por la supervivencia.

Frente a una panadería, estaba un niño de unos 9 años. Tenía una chaqueta rota, zapatos dos tallas más grandes y una mirada que podría haber detenido el tiempo. Sostenía en la mano una bolsa de plástico en la que se veían algunas monedas y un trozo de pan. Temblaba ligeramente, pero no pedía nada. Solo miraba a la gente que salía de la panadería con las bolsas llenas, esperando que tal vez alguien le sonriera.

Pasé por su lado, pero no pude seguir adelante. Algo me detuvo. Quizás la forma en que sostenía el pan con cuidado, como si fuera un tesoro. Me di la vuelta. — Niño… ¿por qué estás aquí? Él miró hacia abajo y murmuró: — Espero a que salga la señora de la panadería. A veces me da las cortezas del pan.

Sentí un nudo en la garganta. Me agaché y lo miré a los ojos. — Dime la verdad, ¿qué haces con el dinero que mendigas? Me miró fijamente, con una inocencia que cortaba el aire. — Se lo llevo a casa, a mamá y a papá. Me quedé paralizado. No me esperaba una respuesta tan simple y tan pura. — ¿A mamá y a papá? Pero… ¿por qué no vienen ellos contigo?

Suspiró profundamente y se le quebró la voz ligeramente. — Papá está enfermo. Ya no puede caminar. Trabajaba en la construcción y se cayó de un andamio. Desde entonces, no se levanta de la cama. Mamá lo cuida, pero no tiene trabajo. Yo… yo soy el único que puede traer algo de dinero.

Sentí como si el frío se profundizara a mi alrededor, pero no por el clima. Lo invité a entrar conmigo en la panadería. Le compré un pan caliente, una empanada de queso y una taza de leche. Agradeció cortésmente, pero comió despacio, con cuidado. — ¿No te lo comes todo? —le pregunté. — No, señor. La mitad es para mamá. La otra mitad se la llevo a papá.

Me quedé en silencio. Me ofrecí a acompañarlo a casa. Tras mucha vacilación, aceptó. Caminamos por un barrio viejo, en las afueras de la ciudad, entre edificios abandonados y patios sin luz. Cuando llegamos, llamó suavemente a la puerta de una casa destartalada. Una mujer joven, pero con el rostro endurecido por el sufrimiento, abrió. — Mamá, te he traído algo —dijo el niño, sacando la mitad del pan y la empanada. La mujer empezó a llorar. — Dios mío, otra vez has estado en el frío… Luego me miró avergonzada: — No sé qué decir… hace dos meses que no tenemos electricidad. Mi esposo está inmovilizado y la ayuda social no alcanza ni para las medicinas.

En la habitación, un hombre pálido, con el pelo prematuramente blanco, yacía en una cama vieja, cubierto con una manta fina. Cuando me vio, intentó sonreír. — Es un buen chico, señor. No hemos tenido suerte, pero Dios nos ha dejado a este pequeño ángel.

Salí fuera, sin poder decir nada. En ese instante, todo —las preocupaciones, las prisas, los pequeños disgustos— pareció ridículo. Al día siguiente volví, con una bolsa llena de comida y ropa de abrigo. El niño me miró y dijo: — Señor, le devolveré el dinero cuando sea grande. Lo prometo. Le acaricié la cabeza. — No me debes nada, chico. Solo prométeme que estudiarás, que cuidarás de tu sueño.

Pasaron los años. No supe de él por un tiempo. Pero un día, recibí una carta. “Señor, soy Andrei. Quizás ya no se acuerde de mí, el chico de la panadería. Ahora soy estudiante de medicina. Quiero decirle que lo logré. Mamá está bien, papá se fue al cielo, pero sé que está orgulloso. Usted fue la primera persona que me vio, no solo me miró. Gracias por todo”.

Esa carta está todavía enmarcada en mi pared. Cada vez que la leo, recuerdo que a veces una buena palabra y un pan caliente pueden cambiar un destino. Porque aquel niño, que mendigaba en el frío, no quería lástima; solo quería una oportunidad para salvar a su familia.