Al visitar la tumba de su esposo, una viuda es sorprendida por una niña que simplemente señala y dice, “Tu esposo quiere hablar contigo.” Cuando ella mira hacia atrás, casi se desmaya al verlo allí de pie, pero nada, absolutamente nada, la prepararía para lo que él estaba a punto de revelar. El luto parecía haberse instalado de forma permanente en el pecho de Marta.

Exactamente tres meses habían pasado desde que Alejandro, el gran amor de su vida, había partido de forma abrupta, víctima de un infarto fulminante. Desde aquel día maldito, ella caminaba por la vida como una sombra de sí misma. Las mañanas que antes comenzaban con el aroma del café preparado por él y con los besos cariñosos en la frente, ahora estaban llenas de un silencio asfixiante. Las noches eran aún peores.

Se acostaba en la enorme cama, extendía la mano hacia el lado y inevitablemente se encontraba con el vacío helado donde él solía estar. Esa mañana gris, Marta decidió hacer lo que había estado postergando durante semanas, visitar la tumba de Alejandro. Se puso el abrigo negro, tomó el ramo de lirios blancos, los preferidos de él, y salió de casa con pasos arrastrados.

Mientras cruzaba las puertas del cementerio, una mezcla de nostalgia, rabia y dolor parecía apretarle la garganta. Por más que el informe médico señalara un infarto, había algo dentro de ella que simplemente no aceptaba. Es verdad que tenían sus problemas. La relación de Alejandro con Sebastián, el hijo de 19 años, era un campo minado de conflictos y decepciones.

Pero a pesar de todo, Alejandro siempre fue el compañero leal, el hombre con quien compartió sueños, planes y la vida. Al acercarse a la lápida, Marta sintió que las piernas le flaqueaban. La inscripción con su nombre, grabada en el mármol parecía burlarse de su dolor. Se arrodilló, colocó las flores con cuidado y cerró los ojos, dejando que las lágrimas cayeran sin resistencia.

Los recuerdos invadieron su mente como una avalancha, los viajes juntos, las risas, las conversaciones nocturnas y por último la imagen de su cuerpo siendo llevado por el equipo de emergencia ya sin vida. El nudo en su garganta parecía querer asfixiarla.

“¿Por qué me dejaste?”, susurró con la voz quebrada mientras sus manos temblaban sobre la lápida fría. Fue en ese instante cuando una presencia inesperada la sacó de aquel trance de dolor. Marta sintió un movimiento sutil al lado y al abrir los ojos vio a una niña acercándose lentamente por un costado. Era una niña de piel oscura con el cabello negro recogido en un moño desordenado.

La ropa sencilla y desgastada parecía no ser suficiente para el frío de aquel día. La expresión en el rostro de la niña no era de juego ni de curiosidad, era de una seriedad impresionante para alguien tan joven. Marta frunció el ceño confundida, pero antes de que pudiera preguntar algo, la niña extendió el brazo y señaló con el dedo detrás de ella.

Señora, su esposo quiere hablar con usted”, dijo la niña en un tono grave y directo, como si aquello fuera lo más natural del mundo. El cuerpo de Marta se congeló. Por un segundo creyó haber escuchado mal. Tragó saliva sintiendo que el corazón se le desbocaba de forma incontrolable. Cada centímetro de su cuerpo pareció gritar en alerta, pero aún así se giró lentamente con la mirada tomada por una mezcla de miedo e incredulidad.

Y entonces lo imposible ocurrió frente a ella, a pocos metros de distancia, Alejandro estaba allí, no en carne y hueso, sino en una forma translúcida, rodeada por una ligera neblina, como si el aire a su alrededor estuviera distorsionado. Los rasgos de su rostro eran los de él, inconfundibles.

Sus ojos castaños, ahora con un brillo opaco y melancólico, estaban fijos en ella. El choque fue tan grande que Marta gritó, un grito corto, ahogado, pero cargado de puro terror. Tropezó dos pasos hacia atrás, llevándose las manos a la boca, mientras las lágrimas brotaban descontroladas de sus ojos. “Dios mío, Alejandro, ¿eres tú?”, balbuceó con la voz temblorosa, como si las palabras le fueran arrancadas a la fuerza de la garganta. Alejandro dio un paso adelante.

Su expresión era de dolor, de urgencia. Intentó extender la mano, pero esta se deshizo en partículas de luz antes de alcanzarla. Aún así, su voz llegó fuerte y directa. “Mi muerte no fue natural”, dijo él con los ojos llenos de lágrimas. Marta, me asesinaron. Necesito que descubras la verdad, que hagas justicia por mí.

Completó antes de que su imagen comenzara a disolverse ante los ojos de ella. En un parpadeo, todo desapareció. El espacio donde él había estado ahora era solo aire frío. Marta cayó de rodillas sin fuerzas con el rostro enterrado entre las manos. El llanto vino en oleadas, como si el dolor reprimido durante tres meses finalmente hubiera explotado de golpe. Marta seguía arrodillada sobre el césped húmedo, los hombros sacudiéndose con el llanto incontrolable.

Sus manos temblorosas apenas podían secar las lágrimas que insistían en caer mientras su respiración venía en jadeos cortos, como si el propio aire le faltara. Lo que acababa de suceder parecía un delirio, una pesadilla despierta, pero al mismo tiempo la nitidez de la visión, el tono de voz de Alejandro y sobre todo el dolor reflejado en su rostro, todo aquello era demasiado real como para ser producto de una mente perturbada por el duelo.