Mientras llevaban el ataúd del joven que había muerto ahogado, pasando por el embarcadero al inicio del pueblo, el viejo barquero se estremeció: la barca empezaba a hundirse poco a poco y, por más que remaba, no avanzaba. En ese momento, el anciano se giró… y sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo.
La tarde estaba oscura, cargada de nubes grises que parecían traer consigo todo el luto del cielo, derramándolo sobre el pequeño pueblo a orillas del río. Los aldeanos caminaban en silencio, con rostros sombríos, siguiendo el féretro que avanzaba por el sendero de tierra hacia el embarcadero —ese lugar donde el joven fallecido había pasado toda su infancia, chapoteando en el agua, riendo bajo el sol.
El sonido agudo de la trompeta fúnebre cortaba el aire como un lamento, entremezclado con el llanto desgarrador de su madre anciana. Nadie hablaba. El dolor era un lenguaje mudo que todos compartían.
El ataúd fue colocado cuidadosamente sobre una gran barca de madera. El viejo barquero —quien había visto a aquel niño, años atrás, saltar al río una y otra vez— limpió discretamente una lágrima de su mejilla, luego subió a bordo y empujó la barca para zarpar rumbo al otro lado, donde se encontraba el cementerio del pueblo.
Pero algo extraño ocurrió…
Apenas habían avanzado unos metros cuando la barca vibró levemente. El anciano se detuvo, levantó la cabeza, y miró alrededor. No había viento, no había olas. Sin embargo, el agua bajo sus pies estaba helada, tan fría que le erizó la piel.
De pronto, la embarcación comenzó a sacudirse con más fuerza. El agua subía por los costados, filtrándose lentamente y empapando la madera. El bote se hundía. Alarmado, el viejo trató de remar de vuelta al embarcadero, pero los remos pesaban como si unas manos invisibles los sujetaran. Cuanto más lo intentaba, más era arrastrado hacia el centro del río.
Respiraba con dificultad, las manos le temblaban. Y entonces… giró la cabeza. Su mirada se posó justo detrás del ataúd.
Y se quedó paralizado.
Una figura borrosa, de cabellos empapados, chorreando agua por todo el cuerpo, se erguía detrás del ataúd. Eran los ojos del joven —sin vida, vacíos— que lo miraban fijamente. Su rostro pálido esbozaba una sonrisa débil. Sus labios se movían sin emitir sonido alguno, pero el anciano escuchó claramente, como si las palabras fueran susurradas dentro de su alma:
“No quiero irme… todavía…”
Todo su cuerpo se congeló, como si lo hubieran sumergido en las heladas aguas del río en pleno invierno. Soltó los remos. Temblaba de pies a cabeza.
Fue entonces cuando se oyó un grito desesperado desde la orilla:
“¡La barca se está hundiendo!”
Los aldeanos corrieron hacia el embarcadero. Pero cuando llegaron, la barca ya estaba junto a la orilla, como si nada hubiera pasado. El ataúd seguía intacto.
Solo el viejo… estaba de rodillas, temblando, apuntando con el dedo hacia el agua donde la figura había desaparecido, murmurando con voz temblorosa:
“Él… todavía está aquí…”
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