A primera vista, era una tarde común y tranquila en una calle apacible.
Un dedito tembloroso y los gritos desesperados de un niño rompieron el silencio en mil pedazos. La puerta de un coche de lujo se abrió de golpe. Los zapatos de cuero negro de Victor Peterson tocaron el empedrado de la plaza, cada paso pesado y deliberado.
Su traje gris carbón le quedaba impecable, dándole un aire autoritario que hacía que los transeúntes se detuvieran. Victor no notaba nada; estaba acostumbrado a esas miradas, a medio camino entre la admiración y la indiferencia.
Pensaba dirigirse directamente al café frente a la plaza, donde había acordado reunirse con un socio de negocios. Pero un grito infantil, desgarrador y fuerte, lo detuvo. El llanto ahogaba el murmullo de motores y de la multitud. Se detuvo en la esquina, junto a un enorme contenedor de basura público.
Allí estaba un niño frágil, llorando. Tendría unos seis años, la ropa sucia y rota, abrazando con fuerza un osito de peluche gastado. No solo lloraba; suplicaba, señalando con las manitas el contenedor.
—¡Por favor, tiene que creerme! ¡Mi mamá está encerrada ahí, por favor sálvela! —La voz del niño estaba ronca, a punto de quebrarse.
Algunos curiosos se detuvieron. Una mujer murmuró a su esposo: “Está imaginando cosas, pobrecito. Seguro su madre lo abandonó.”
Un anciano con bastón se acercó, miró el contenedor y luego al niño. Al final, negó con la cabeza: imposible, allí solo había basura. El público se dispersó lentamente. Nadie levantó la tapa, nadie se atrevió a intentarlo.
Victor frunció el ceño. Estaba por marcharse cuando sintió que alguien tiraba de su chaqueta. El niño corrió hacia él, agarrándolo con fuerza, la voz temblorosa pero insistente:
—¡Señor, por favor, créame! ¡Mi mamá está ahí! —Sus pequeñas manos sucias se aferraban a su costoso traje.
Victor lo apartó con frialdad:
—¡Busca a tus parientes! ¡No te me pegues, niño!
Se dio la vuelta y se dirigió al café. Detrás de él, los sollozos se hicieron más fuertes:
—¡Esta vez digo la verdad! ¡Mi mamá está ahí!
Algunas risitas burlonas se escucharon en la multitud. Victor empujó la puerta del café, pero antes de entrar miró hacia atrás. El niño se dejó caer al suelo, abrazando el osito, los hombros pequeños sacudidos por el llanto. Levantó la cabeza y lo miró.
Aquella mirada no era un simple berrinche: era la mirada de alguien a punto de perder toda esperanza. Victor se estremeció y forzó su cuerpo a girar.
En el café, sentado, su mano temblaba sobre la taza. En su mente resonaban las palabras: “¡Mi mamá está ahí!” Un grito que se clavó como astilla.
Esa noche, en su mansión, el eco de los pasos en los pasillos lo perseguía. Bebió whisky, pero al cerrar los ojos, veía el rostro del niño: las lágrimas, los ojos suplicantes.
Al dormitar, soñó con sí mismo cuando tenía ocho años, levantando la mano en busca de ayuda, y los adultos pasando de largo. Esa imagen se fundió con el rostro del niño.
Victor despertó sobresaltado, empapado en sudor. “Esos ojos… no puedo ignorarlos”, murmuró. Algo dentro de él, enterrado por años, comenzaba a resquebrajarse: compasión, dolor olvidado, abandono.
Al amanecer, Victor salió en su Mercedes. Debería haber estado camino a una reunión millonaria, pero en cambio, sus pensamientos lo llevaban de regreso a aquella calle, al contenedor, al niño… y al misterio que pronto estremecería a toda la ciudad.
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