Mi esposo, Santiago, falleció cuando apenas llevábamos un año y medio de casados. No habíamos tenido hijos aún. Fue un accidente laboral, ocurrió justo cuando en el pueblo apenas alcanzábamos para comer. Me dejó sola con unas deudas del matrimonio y a sus padres ancianos en el rancho de San Miguel, sin nadie que los cuidara.

Todos en la familia me miraban con lástima. Algunos murmuraban a mis espaldas:

—”¿Y esta qué hace viva todavía? El marido muerto, sin hijos… mejor que se busque otro y rehaga su vida.”

Pero yo no pude. No sé si era por amor a Santiago, por cariño a sus padres o por ese título de “nuera ejemplar” que me habían impuesto… El caso es que me quedé. Me guardé el luto, trabajé sin parar, y cuidé de sus padres como si fueran míos. Me encargaba de todo: desde la comida hasta los medicamentos.

Trabajaba la tierra, en verano ayudaba como albañil, en invierno vendía verduras en el mercado del pueblo. Por las noches lavaba ropa, calentaba agua, les masajeaba las piernas a don Pedro y doña Carmen.

Diez años así, sin un solo día de descanso. Nunca pensé en mí. Cuando alguien me preguntaba por qué no rehacía mi vida, yo sonreía:

—”Todavía tengo a mis suegros… aún tengo un deber con esta familia.”

Ellos también me tomaron cariño. A veces decían:

—”Cuando nosotros ya no estemos, todo lo que tengamos será para ti. Eres como una hija para nosotros.”

Yo me emocionaba. Pensaba para mí: “Solo un poco más, aguanta unos años más…”

En el año diez, doña Carmen enfermó gravemente. Don Pedro ya estaba en cama, sin poder hablar. Una noche de diciembre, ella me llamó a su habitación con voz temblorosa y me entregó una cajita de madera:

—“Esto es un regalo de parte de nosotros. Guárdalo… es para ti, para cuando ya no estemos…”

Lloré sin consuelo. Por primera vez en diez años, sentí que alguien reconocía todo lo que había dado.

Aquella noche, cuando ellos dormían, abrí la caja en silencio.

Dentro había una hoja vieja doblada, una cadena negra ya oxidada, y una hoja roja con unas líneas escritas.

Abrí la hoja.

La primera era… un documento de cesión de tierras —pero el beneficiario no era yo, sino alguien que no conocía.

La segunda hoja era una nota escrita por doña Carmen, con letra temblorosa:

“Este es el acta de defunción de tu esposo. Desde ahora, eres libre. Haz con tu vida lo que quieras.”

Me quedé helada.

No había ninguna herencia. Aquello que llamaron “regalo” no era más que una cruel burla. La hoja roja… era una invitación de boda. Del primo de Santiago, Ernesto, aquel que me confesó su amor cuando recién enviudé.

No entendía. ¿Cómo podían ser tan crueles? Les había entregado mi juventud, mi salud, mis años… ¿Y eso era lo que merecía?

Cuando murieron, vino toda la familia al velorio. Pero yo ya no lloré. Me vestí de luto tres días, como manda la tradición… y luego me fui. Sin mirar atrás.

Alquilé una habitación en Guanajuato. Empecé de nuevo, trabajando como empleada. Nadie sabía que yo había sido “la viuda de los Vargas”. Vivía tranquila, en silencio.

Cinco años después, Ernesto vino a buscarme. Me pidió hablar. Nos sentamos en un café. Me dijo:

—“Mi abuela me juró que si me casaba con otra, me daría la casa. Pero si te elegía a ti, me desheredaría. Lo siento. Nunca imaginé cuán crueles podían ser…”

Yo solo sonreí. Me levanté y le respondí:

—“Ya nadie puede hacerme perder el tiempo. Una vez fue suficiente.”

Hay mujeres que nacen para ser esposas. Otras para ser madres. Y otras —como yo— para aprender a soltar.

Y está bien. Soltar, a veces, también es una forma de ser feliz.