Una tarde, mientras regaba las plantas en el balcón, de pronto vi a mi esposo subir desde el piso inferior. Salía de un departamento extraño, con la naturalidad de quien llega a casa. Me sorprendí, pero pensé que quizá visitaba a algún amigo o socio.
Días después, a la misma hora, volví a verlo salir de allí. Esta vez llevaba una bolsa de comida, con un rostro lleno de ternura y alegría… expresiones que hacía mucho tiempo no mostraba conmigo. Dentro de mí comenzó a crecer una sospecha dolorosa.

Decidí investigar. El guardia del edificio vaciló al principio, pero terminó confesando:
— “El señor Rodrigo visita mucho el 904… allí vive una joven que alquila desde hace años.”
Sentí que el alma se me congelaba. El 904 estaba justo debajo de mi piso. El corazón me latía tan fuerte que parecía romperme el pecho. ¿Podía ser que durante 4 años mi esposo llevara otra vida, con otra mujer, justo bajo mis pies, mientras yo caminaba todos los días sobre ese nido de traición sin darme cuenta?
Esa noche, con la excusa de entregar un paquete “equivocado”, toqué el timbre del 904. Abrió la puerta una joven hermosa, que se sobresaltó al verme. Y detrás de ella, vi claramente a Rodrigo sentado en el sofá, con sus sandalias conocidas perfectamente acomodadas en el suelo.
En ese instante, mi mundo se derrumbó. Él se levantó nervioso, tartamudeando:
— “Isabel… déjame explicarte…”
Lo miré directo a los ojos, con la voz temblorosa pero cargada de rabia:
— “¿Explicarme qué? ¡Durante 4 años, aquí abajo, has vivido así! ¿Yo era tu esposa legítima… o solo la sombra que ocultaba tu pecado?”
El silencio llenó el pequeño departamento. La amante agachó la cabeza; Rodrigo sudaba, incapaz de mirarme. En ese momento supe que nuestro matrimonio había terminado. Una traición así no tiene perdón.
Regresé a mi casa y cerré la puerta de golpe, como cortando las últimas cadenas. Esa noche él no se atrevió a volver. El teléfono sonó sin parar, pero no contesté.

A la mañana siguiente, mientras recogía mis cosas, mi suegra, Doña Carmen, apareció con gesto severo:
— “¿De verdad quieres armar un escándalo? Todos los hombres tienen sus deslices. Rodrigo te quiere, quiere a los niños. Ese departamento lo compró solo para mantenerlo discreto. Si haces un alboroto, toda la familia quedará en ridículo.”
Sentí un nudo en la garganta y pregunté:
— “¿Entonces usted lo sabía todo este tiempo?”
Ella desvió la mirada y murmuró:
— “Hace cuatro años. Lo aconsejé, pero no me hizo caso. Una mujer inteligente sabe cerrar los ojos para proteger el hogar.”
Solté una carcajada amarga. Todo el mundo había conspirado para ocultarme la verdad: mi esposo, mi suegra… todos. Solo yo había vivido ciega, justo encima de ese nido de infidelidad.
Esa noche, me senté frente a Rodrigo. Él se arrodilló, tomó mis manos y suplicó:
— “Perdóname. Terminaré con ella, venderé ese departamento. Piensa en los niños, en la familia. Dame una oportunidad.”
Miré los ojos en los que alguna vez confié toda mi juventud, y solo vi un abismo de mentiras. Respondí con frialdad:
— “No te preocupes. Te dejaré en libertad. Pero prepárate para el tribunal. Lucharé por la custodia de mis hijos y por los bienes. No escaparás tan fácil.”
Mis palabras fueron el golpe final, cortando de raíz un matrimonio podrido. Rodrigo quedó petrificado; Doña Carmen enmudeció. Nunca imaginaron que la mujer dócil que conocían sería capaz de levantarse y, con firmeza, cortar todo de una vez.
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