Mariana y yo habíamos tenido un matrimonio que duró siete años. Fue un tiempo lleno tanto de risas como de lágrimas. Cuando nos enamoramos, creímos que nuestro amor sería eterno, pero la vida no siempre sigue el rumbo que uno imagina. El trabajo me absorbía, la distancia entre nosotros crecía y, después de varios intentos fallidos por reconciliarnos, decidimos soltarnos de la mano.
El día del divorcio, Mariana solo dijo en voz baja:
—No te sientas culpable, quizá ya no compartimos el mismo ritmo.
Me quedé en silencio, pero luego me fui. No hubo discusiones, ni reproches, solo un final callado. Siempre pensé que, con el tiempo, ambos tendríamos una nueva vida y que, quién sabe, algún día podríamos reencontrarnos y sonreír como dos viejos amigos.
Pero las cosas no fueron como yo imaginaba.
Un año después del divorcio, el trabajo me llevó de vuelta a la ciudad donde vivía doña Carmen, mi exsuegra. Recordando cuánto me había querido como a un hijo, decidí visitarla. En el fondo, incluso me imaginaba que quizá Mariana también estaría allí, y que tal vez podríamos tener una conversación tranquila después de tanto tiempo.
Me paré frente a la puerta, con un nerviosismo extraño. La puerta se abrió y doña Carmen me miró con una mezcla de sorpresa y una profunda tristeza en los ojos. Con voz temblorosa me dijo:
—Hijo… has vuelto.
Entré. La casa seguía siendo la misma, pero el ambiente era inusualmente silencioso. En la sala, sobre la mesa, había una foto de Mariana, enmarcada con un lazo negro. Me quedé helado, con el corazón paralizado.
—Mamá… ¿esto…? —balbuceé.
Doña Carmen suspiró, la voz quebrada:
—Mariana nos dejó hace casi medio año.
Me quedé sin aire. Sentí que la tierra se hundía bajo mis pies. No quería creerlo, pero los ojos llenos de lágrimas de doña Carmen lo decían todo.
Me dejé caer en la silla, con la mente en blanco. ¿Por qué nadie me lo había dicho? ¿Por qué me enteraba tan tarde?
Como si adivinara mi tormento, doña Carmen colocó en mis manos un sobre:
—Ella me pidió guardarlo. Dijo que si algún día regresabas, lo leyeras.
Con las manos temblorosas lo abrí. La letra de Mariana apareció ante mis ojos, cada trazo como un puñal en el pecho.
“Amor, si estás leyendo esta carta, quizá yo ya no esté. Perdóname por no haberte contado mi enfermedad. No quería ser una carga, no quería que me miraras con lástima ni que tu vida quedara atada a mí. Solo deseaba que siguieras adelante, que cumplieras tus sueños… y si puedes, que me perdones por haberte dejado en silencio. Nunca dejé de amarte; solo lamento que nuestro destino haya sido tan corto.”
Apreté la carta contra mi pecho mientras las lágrimas corrían sin detenerse. El mundo se rompía en mil pedazos, dejándome solo con un dolor insoportable.
Mariana se había ido en silencio, llevándose todo ese amor inconcluso. Y yo—quien compartió siete años de su vida—ni siquiera lo supe.
Esa noche encendí incienso frente a su retrato. Con el corazón desgarrado, murmuré:
—He vuelto… pero demasiado tarde. Si existe otra vida, te prometo estar a tu lado y recorrer contigo todo el camino que en esta no pudimos terminar.
El secreto que doña Carmen había guardado me enseñó algo: a veces, lo que perdemos no es solo a una persona, sino una parte de nuestro propio corazón. Y hay cosas que, si no las valoramos a tiempo, jamás tendremos la oportunidad de recuperarlas.
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