Aquel día, el salón de bodas brillaba como un palacio. Las luces doradas iluminaban el rostro radiante del novio – Rodrigo, un empresario exitoso dueño de una cadena de restaurantes de lujo en Ciudad de México. A su lado estaba Camila, la joven y hermosa novia, con un vestido sirena lleno de lentejuelas, sonriendo sin parar mientras recibía a los invitados.

Nadie sabía que apenas un año atrás, Rodrigo aún caminaba de la mano con su esposa – Mariana. Ella era una mujer dulce, que lo apoyó en silencio desde que no tenían nada hasta verlo convertirse en un hombre admirado por todos.
Pero Rodrigo cambió. Conoció a Camila en una cena de negocios. Ella era joven, seductora y sabía cómo complacer a un hombre. Poco a poco, Rodrigo empezó a tratar con frialdad a Mariana. La culpaba de cosas absurdas, la hacía llorar y la empujaba a un estado de agotamiento extremo. El golpe final llegó cuando, en medio de un ataque de llanto en su oficina, Rodrigo llamó en secreto a un hospital y firmó los papeles para internar a su esposa en un psiquiátrico, alegando que “ella sufría delirios”.
El día que la llevaron, Mariana lo miró con lágrimas corriendo por sus mejillas:
— Yo no estoy enferma, solo estoy cansada… Tú me crees, ¿verdad?
Pero Rodrigo evitó su mirada. En su mente ya no había espacio para ella, solo para Camila.
Un año después, Rodrigo organizó una boda fastuosa. Lo que él ignoraba era que Mariana había salido del hospital tres meses antes. Se había alejado a casi 200 kilómetros de la capital, aprendió a conducir y vendió todas sus joyas para comprar un superdeportivo usado del 2016. Solo tenía un objetivo: presentarse en la boda, no para rogar, sino para cerrar el capítulo de su vida.
La música sonaba fuerte cuando el maestro de ceremonias anunció el corte del pastel nupcial. Justo en ese momento, un rugido de motor retumbó fuera del salón, opacando la orquesta. Todos los invitados giraron la cabeza, sorprendidos. Un coche deportivo negro apareció frente a la entrada y frenó de golpe, levantando una nube de humo blanco.
De él descendió Mariana. No llevaba vestido de gala ni peinado de salón. Vestía un sencillo vestido blanco, el cabello suelto y una mirada fría y firme. En sus manos cargaba una caja de regalo elegantemente envuelta. El salón entero quedó en silencio.
Rodrigo se quedó helado, el rostro lívido:
— M-Mariana… ¿Qué… qué haces aquí?
Ella no contestó, solo sonrió. Avanzó hasta el escenario y entregó la caja a Camila. Su voz sonó clara, resonando en el salón lleno de curiosos:
— Felicidades a los dos. Este es mi regalo de bodas. Les aseguro que jamás podrán olvidarlo.
Camila, temblorosa, abrió la caja. En su interior no había bombas ni armas, sino un fajo de documentos oficiales: títulos de propiedad de toda la cadena de restaurantes y el contrato de traspaso firmado por Rodrigo.
Mariana continuó con calma:
— Todo lo que él tiene hoy se construyó con mi sacrificio, mi capital y mis esfuerzos. Pero ya vendí todas mis acciones al socio mayoritario de la empresa. Desde ahora, Rodrigo no es nada más que “el novio traidor” en esta boda.
Un murmullo de conmoción recorrió el lugar. Los empresarios influyentes comenzaron a levantarse y a salir, los teléfonos sonaban sin parar. Rodrigo se desplomó en shock, mientras Camila abrazaba la caja como si quemara en sus manos.
Mariana lo miró con una sonrisa amarga:
— Yo no estoy loca, nunca lo estuve. El loco eres tú… por pensar que podías enterrarme para vivir con tu amante.
Con esas palabras, se dio la vuelta y salió del salón bajo las miradas atónitas. Algunos invitados la aplaudieron en señal de respeto. El motor del deportivo volvió a rugir y, entre la nube de humo, Mariana desapareció, dejando atrás una boda convertida en cenizas desde el primer instante.
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