En la Escuela N.º 17, durante los últimos días, los maestros comenzaron a notar algo curioso y silenciosamente inquietante.

Un niño de nueve años, llamado Lőcse, había empezado a sorprender a todos con un extraño ritual cotidiano.

Apenas sonaba la última campana, Lőcse se alejaba en silencio, absorto en sus pensamientos, y se dirigía al rincón más apartado del patio escolar.

Era un lugar casi olvidado, escondido, que rara vez alguien pisaba.

Cada día, se arrodillaba exactamente en el mismo punto y comenzaba a cavar la tierra endurecida con las manos desnudas.

No le importaba ensuciarse las uñas ni los pequeños cortes y rasguños que se multiplicaban en sus dedos y palmas.

Trabajaba con paciencia y lentitud durante unos diez minutos, como si estuviera completando una tarea de gran importancia.

Luego, sacaba un pequeño envoltorio de su mochila, lo colocaba con delicadeza en el agujero, lo cubría con tierra y alisaba cuidadosamente la superficie, borrando toda señal de su acción.

Después se levantaba tranquilamente y regresaba al edificio escolar como si nada hubiera pasado.

Al principio, los maestros no le dieron demasiada importancia a su comportamiento. “Solo está jugando”, se decían. Sabían que muchas veces los niños hacen cosas que a los adultos les parecen inexplicables.

Pero con el paso de los días, al ver que Lőcse repetía los mismos actos en el mismo lugar y a la misma hora, la inquietud comenzó a crecer.

No era un juego. Era algo más. Algo serio.

Una tarde, una maestra de primaria que llevaba un tiempo observándolo discretamente ya no pudo ignorar su curiosidad —ni su preocupación.

Cuando sonó la última campana, lo siguió sin ser vista, oculta entre los árboles, observando atentamente lo que hacía en aquel rincón olvidado del patio.

Como siempre, Lőcse se arrodilló, cavó en la tierra y sacó una bolsa de plástico de su mochila. La depositó con cuidado en el hoyo, la enterró y volvió a alisar la tierra.

La maestra, conmovida por una emoción repentina, salió de su escondite y, con voz suave pero firme, le habló:

— Lőcse… ¿Qué haces aquí todos los días?

El niño se tensó, como si lo hubieran atrapado. La miró con miedo, luego bajó lentamente la mirada y susurró:

— Los escondo…

— ¿Qué escondes, Lőcse? — preguntó ella, agachándose despacio a su lado.

El niño guardó silencio unos instantes, luego señaló la tierra.

— Mis libros… Cada día los traigo y los entierro para que papá no los encuentre.

La maestra se arrodilló junto a él, escuchándolo con atención y ternura. Lőcse evitaba mirarla.

— ¿Por qué no quieres que tu papá los encuentre? — preguntó ella con delicadeza.

El rostro del niño se ensombreció.

— Porque… cuando bebe, se pone muy furioso. Ya destruyó todo una vez: mis libros, mis cuadernos, mis tareas. Dijo que no debía estudiar. Dijo que tenía que lavar los platos, limpiar el suelo, cocinar.

Pero yo… yo quiero aprender. Me gusta la escuela. Quiero saber las respuestas. Quiero tener una vida mejor algún día. Pero si vuelve a romper mis libros, no tendré con qué estudiar.

La maestra sintió un nudo en el corazón. Lőcse, con las manos heridas y sucias, le contaba todo como si hablara del clima.

Y sin embargo, en su voz se escondía una tormenta: de miedo, de dolor, de soledad.

Esa tarde, la maestra lo llevó de nuevo al aula y le prometió que ya no estaría solo. Que lo ayudarían. Que ningún niño debería sentirse así.

Los secretos de Lőcse, que antes dormían enterrados bajo la tierra, fueron finalmente compartidos con los maestros y la comunidad escolar. Y alguien, al fin, escuchó, entendió y cuidó de él.

Esta historia no trata solo de un envoltorio escondido: habla del dolor silencioso de la infancia, de la fuerza callada de la esperanza y del poder de la empatía.

Lőcse nos recuerda que nunca debemos apartar la mirada cuando un niño pide ayuda en silencio —porque a veces, los dolores más profundos están ocultos bajo tierra,

esperando a que alguien los encuentre y los traiga a la luz.