—Esta vieja casa podrida es más de lo que te mereces —declaró Margaret Thornton tirando las llaves oxidadas sobre la mesa de caoba pulida—.
Considérate afortunada de que no te dejemos con las manos vacías.
La mansión de los Thornton resonaba con risas ahogadas mientras la familia se reunía para la lectura del testamento de Robert Thornton Junior.
Kea Williams permanecía sentada tranquilamente en la silla de cuero que parecía engullirla, observando a sus suegros y cuñados celebrar discretamente su humillación.
A sus años, Keiza nunca imaginó que perdería a su marido en un accidente de coche y que tres días después descubriría que su dolor se convertiría en un espectáculo para entretener a la familia de él.
El testamento era claro: ella solo heredaría una propiedad abandonada a las afueras de la ciudad, mientras que los Thornton se quedarían con las empresas, las inversiones y la mansión familiar.
—Esa casa ni siquiera tiene electricidad —se rió Thomas Thornton, el hermano mayor de Robert, mientras se ajustaba el reloj de oro en la muñeca—.
Papá compró esa ruina hace 20 años y nunca pudo venderla. Al menos ahora sirve para algo.
El abogado de la familia, el Dr. Harrison, carraspeó incómodo.

—Bueno, técnicamente la propiedad fue designada específicamente para la señora Williams en el testamento original firmado por su difunto esposo…
—Robert estaba claramente confundido en los últimos meses —interrumpió Margaret, lanzando una mirada gélida a Keiza—, probablemente influenciado por ciertas personas que se aprovechan de hombres ricos y vulnerables.
Keiza finalmente se levantó y cogió las llaves sin prisa.
Sus ojos se encontraron con los de Margaret durante un momento que pareció eterno.
—Gracias por su generosidad —dijo con una calma que hizo que algunos de los presentes se sintieran inexplicablemente incómodos.
—Esperamos que seas feliz en tu nueva residencia —añadió Thomas con sarcasmo venenoso—.
Es exactamente el tipo de lugar que le va a gente como tú.
Mientras se dirigía hacia la puerta, Keiza se permitió una sonrisa casi imperceptible.
Lo que los Thornton no sabían era que Robert le había contado a ella el verdadero valor de aquella propiedad tres meses antes de morir.
Tres días después, Keiza llegó sola a la propiedad abandonada. El portón chirriaba al abrirse, y la fachada cubierta de hiedra parecía confirmar las burlas de los Thornton: una ruina olvidada. Pero ella sabía algo que ellos no.
Con manos firmes, Keiza insertó la oxidada llave en la cerradura. La puerta cedió con un crujido. El interior estaba cubierto de polvo, pero la estructura seguía siendo sólida. Bajó directamente al sótano, tal como Robert le había indicado.
Debajo de unas viejas alfombras enrolladas, encontró una trampilla con un candado que abrió con la segunda llave del llavero. Dentro, una escalera de piedra descendía hacia la oscuridad.
Encendió su linterna y bajó.
Lo que encontró al final no era una bodega común. Era una cámara abovedada, revestida completamente en pan de oro. Las paredes relucían, iluminadas por el haz de su linterna. Estatuas antiguas, cofres cerrados y lingotes con inscripciones extranjeras llenaban la sala. Documentos cuidadosamente guardados demostraban que el abuelo de Robert había sido un coleccionista obsesivo de arte sacro y reliquias de valor incalculable, muchas de las cuales estaban aquí, ocultas.
Robert lo había descubierto por accidente al revisar unos diarios familiares, y le había contado todo a Keiza poco antes del accidente. No confiaba en su familia y quería asegurarse de que su esposa estuviera protegida.
Keiza se dejó caer sobre un banco de mármol y respiró hondo. Estaba sentada sobre una fortuna que haría que las empresas de los Thornton parecieran un juego de niños.
Un mes después
El noticiero local no hablaba de otra cosa: “La misteriosa herencia de una viuda afroamericana podría cambiar la historia del arte nacional.” Un equipo de arqueólogos, banqueros e historiadores trabajaban en la antigua propiedad, ahora rebautizada como La Casa del Oro Silencioso.
Los Thornton, por su parte, enfrentaban una auditoría fiscal. Una investigación reveló irregularidades en las cuentas de la empresa familiar. Sus activos estaban congelados, sus nombres en los periódicos por los peores motivos.
Margaret Thornton vio la noticia en televisión desde su salón. Su copa de vino tembló en su mano. La cámara mostraba a Keiza elegantemente vestida, acompañada por autoridades y académicos, sonriendo con la serenidad de quien siempre supo lo que valía.
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