Cuando era joven, mi padre, don Julián, de buen corazón, le prestó a su vecino don Esteban una suma de dinero para poder construir su casa. El tiempo pasó, treinta y cinco largos años, y en nuestra familia casi habíamos olvidado aquella deuda, considerándola como un regalo.

Pero una tarde fría de invierno, sonaron golpes en la puerta. Al abrir, vimos a un joven que se presentó con la voz temblorosa como hijo de don Esteban. En sus manos llevaba un sobre y dijo:
— “Este es el dinero que mi padre me encargó devolverle antes de morir. Dijo que no podía irse sin saldar esta deuda.”

Mi padre abrió el sobre. La cantidad no era grande, pero en cuanto la vio, rompió a llorar desconsoladamente, dejando a todos en la casa confundidos.

De inmediato corrió al interior, tomó 50 mil pesos y se los entregó al joven, diciendo entre sollozos:
— “Tu padre no me debía nada… al contrario, yo soy quien le debe a él y a toda tu familia.”

Resultó que, en aquellos años cuando construía su casa, por la deuda don Esteban tuvo que irse a trabajar lejos para ganar dinero. Y en el camino, mientras trabajaba en distintos lugares, muchas veces envió discretamente costales de maíz, frijol y pequeños regalos a nuestra familia en los tiempos más difíciles. Mi padre nunca lo supo.

Ahora, al ver al hijo devolver aquel pequeño préstamo, mi padre se derrumbó al comprender: durante décadas, en silencio, la familia de don Esteban había estado pagando con gratitud y generosidad, aunque nosotros no lo sabíamos.

Ese día, las dos familias se abrazaron entre lágrimas. La deuda de 35 años ya no era dinero, sino un lazo de gratitud tan profundo que llegaba hasta los hijos y los nietos.

Entre sollozos, mi padre apretó fuerte la mano del muchacho y le dijo:
— “Tu padre cargó con un peso que no le correspondía. Hoy no vienes a pagar una deuda… vienes a recordarme que en esta vida hay favores que valen más que todo el dinero del mundo.”

El joven no pudo contenerse y confesó que, antes de morir, su padre le repitió una y otra vez: “No permitas que don Julián quede como si me hubiera regalado el dinero. Él nos dio la oportunidad de tener un techo. Ese favor, tú y tus hijos deberán recordarlo siempre.”

Ese día, las dos familias compartieron una comida sencilla. Entre lágrimas y sonrisas, mi padre levantó su copa de tequila y dijo con la voz temblorosa:
— “Desde hoy, ya no somos solo vecinos. Somos una sola familia.”

Y así fue. Desde entonces, los hijos crecieron llamándose hermanos, tratándose como parientes de sangre. La deuda de 35 años se cerró, pero en su lugar nació una amistad eterna que se volvió herencia para las siguientes generaciones.

Mi padre solía repetirnos:
— “El dinero se acaba, pero la gratitud y el cariño permanecen. Vivan de manera que, cuando ya no estén en este mundo, los recuerden no por lo que tuvieron, sino por lo que sembraron en los corazones.”

Y esa historia se volvió la mayor herencia espiritual para mí y mis hermanos:
La bondad nunca se pierde; se transmite de generación en generación, como un tesoro invisible e infinito.