«Quizás tenga hambre», murmuró Yulia Antonovna, compadecida del niño. Tras echar un vistazo al gran reloj del salón y comprobar que los señores no volverían pronto, salió.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella suavemente, dirigiéndose al niño que miraba la calle. —Vasya —respondió él, lanzando una mirada desconfiada desde debajo de sus mechones revueltos. —Bueno, Vasya, ven conmigo. Te voy a dar un trozo de tarta de manzana recién hecha —propuso ella, y el niño la siguió sin dudar. El estómago no le había dejado de rugir en todo el día: no había comido nada.

En la cocina, Yulia Antonovna cortó cuidadosamente un generoso trozo de tarta y lo puso delante del niño hambriento.

—¡Está deliciosa! —exclamó Vasya, mordiendo con entusiasmo la masa tierna. —Mi madre hacía una tarta como esta —confió él con los ojos cerrados, saboreando. —¿Y tu madre, dónde está ahora? —prosiguió la mujer con voz suave. El niño se detuvo, dejó de masticar y bajó la mirada. —La busco desde hace mucho tiempo… desapareció —susurró él.

—Come, come —lo animó Yulia suavemente—. La encontrarás, estoy segura.

En ese instante, la puerta de entrada chirrió y Vladimir y Lyudmila entraron en la casa. Yulia se sobresaltó al oír sus pasos.

—¿Y quién es nuestra invitada? —preguntó Vladimir, sorprendido, al entrar en la cocina. Sus ojos se agrandaron cuando vio al niño. —¿Qué has traído aquí, Yulia? —preguntó él severamente. —Este niño busca a su madre. Tenía hambre, así que decidí alimentarlo —respondió calmadamente la sirvienta, encogiéndose de hombros. —¿Ahora alimentas a desconocidos? ¿Nuestra opinión ya no cuenta? —protestó el señor de la casa.

Ante esas palabras, Vasya se echó a llorar. —Me voy —murmuró él, dejando la mitad de su porción de tarta sobre el plato.

Lyudmila, siempre más tierna que su marido, se acercó. A veces Vladimir la reprendía por su excesiva bondad, pero en vano.

—Vivo con mi abuelo, pero es malo. Grita todo el tiempo, y a veces me pega. Me escapé —confesó Vasya, sacando del bolsillo de su pantalón raído una fotografía amarillenta. —Son mis padres. Vivíamos todos juntos —explicó el niño, tendiendo la foto y secándose una lágrima.

Lyudmila se quedó paralizada al tomar la foto… ¡Era su hija, Varya!

—¡Mira, Volodia, es nuestra pequeña! —exclamó ella, temblando, mientras le pasaba la foto a su marido. Vladimir, atónito, observó la imagen. —Vasya, ¿cómo conseguiste esta foto? —preguntó él. —La tomé de casa de mi abuelo. Había una dirección en el reverso, así que vine aquí. Pensé que mi madre quizá vivía aquí —explicó el niño, recuperando la calma poco a poco. —¡Mi abuelo siempre dice que mi madre me abandonó como un cuco, pero no le creo!

«No es posible… no es posible», repetía Lyudmila, recordando que su hija Varya se había fugado tiempo atrás con una gitana llamada Manush. No habían vuelto a tener noticias, hasta su regreso, trágicamente seguido de un accidente que los había dejado solos en su gran mansión.

—¿Y tu padre? —preguntó Vladimir. —Falleció. Fue enterrado hace seis meses —respondió Vasya, con la voz temblorosa.

La pareja estaba conmocionada: ¡acababan de encontrar a su nieto! Cansados de la soledad, decidieron quedárselo.

—¿Sabes qué, pequeño? Vamos a llevarte a tu habitación —dijo Lyudmila cálidamente. —¿Vendrá mi madre? —preguntó Vasya. —Tu mamá está ahora junto a tu papá —respondió ella con tristeza.

Un tiempo después, la pareja finalizó los papeles de adopción. El abuelo no se opuso a que su nieto fuera acogido por aquella gente rica y bondadosa.

Yulia Antonovna sintió una inmensa alegría. Gracias a ese simple gesto de bondad, los señores habían reencontrado la felicidad. Con el tiempo, Vasya dejó de ser aquel pequeño pobre y hambriento: se convirtió en un niño bien vestido, educado y, sobre todo, rodeado de una familia que lo amaba.