Durante los primeros días, Emma apenas hablaba. Se limitaba a escuchar: el viento susurrando entre los árboles, los pasos suaves de Thomas mientras él se ocupaba de las tareas diarias, el tintineo de la vajilla sencilla, el susurro de las páginas de un libro que él leía en silencio. No había lujo, tampoco comodidad, pero había paz; una paz extraña, cortada por la tristeza de lo que le había sido arrancado.

Thomas no la forzaba a nada. Siempre mantenía una distancia respetuosa, y cada noche, dejaba el colchón de paja al lado de la chimenea para ella y dormía en un banco estrecho cerca de la puerta. Él se despertaba temprano para buscar agua, encendía el fuego incluso antes de que ella se levantara, y dejaba frutas o pan al lado de la silla donde ella solía sentarse con las manos en el regazo.

Cierta mañana, oyó el sonido de la azada golpeando la tierra y, impulsada por algo inexplicable, siguió el rastro del ruido hasta el patio trasero.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella, vacilante.

Thomas se acercó con voz suave. —Intentando plantar algo que nos alimente. El terreno es pobre, pero… tengo esperanza.

—Esperanza —repitió Emma, con una sonrisa casi imperceptible—. Parece que tienes más de eso que todos los ricos que he conocido.

Silencio. Después, él respondió: —Porque ya viví sin nada. Y ahora… aunque todavía no lo tenga todo, tengo algo que nunca tuve: una razón para luchar.

Emma giró el rostro en dirección a él, sorprendida por la sinceridad. Ella todavía no sabía cómo era su rostro, pero sentía el calor humano que emanaba de sus palabras.

Los días se convirtieron en semanas. El vecindario, que antes cuchicheaba con desdén, ahora murmuraba con curiosidad. Todos esperaban que Emma huyera, que Thomas la abandonara, o que el matrimonio acabara en miseria. Pero nada de eso sucedió.

En lugar de eso, Emma comenzó a florecer.

Thomas hizo un bastón de madera tallado con sus propias manos. Después construyó un pequeño sendero con cuerda entre la puerta de la casa y el jardín, para que ella pudiera andar sola hasta las plantas de lavanda. Él comenzó a enseñarle cómo distinguir las plantas por sus aromas y texturas. Ella aprendió a reconocer la menta por el toque helado de las hojas, el romero por la aspereza perfumada.

—Sabes —dijo ella un día—, nunca supe que podía sentir tanto del mundo con los dedos.

Thomas rio. —A veces, los ojos nos engañan. Mas el tacto, el olfato… esos cuentan la verdad.

Emma también comenzó a contar historias. Por la noche, junto a la chimenea, ella narraba recuerdos de infancia, poemas que su madre le leía antes de morir, sueños que su padre había prohibido por considerarlos «impropios» para una chica ciega.

—Quería aprender música —confesó ella cierta noche—. Quería tocar el piano. Mi padre decía que era fútil, que no traería futuro.

—¿Y qué piensas tú? —preguntó Thomas.

Ella respiró hondo. —Creo que nunca toqué una sola tecla, mas el sonido… está aquí —señaló el corazón—. Quizás todavía haya tiempo.

Thomas se quedó en silencio por un instante. Al día siguiente, salió temprano y volvió por la noche con un pequeño teclado viejo, que había comprado a un vendedor ambulante con las pocas monedas que tenía.

—Es sencillo, pero funciona —dijo él, colocando el instrumento sobre la mesa—. Puedes empezar ahora.

Emma lloró por primera vez desde la boda; no de tristeza, sino de gratitud. Ella deslizó los dedos por las teclas, vacilante, y una nota solitaria llenó la cabaña como un soplo de promesa.

Con el tiempo, aprendió a tocar. Thomas era su único público, y siempre aplaudía con entusiasmo infantil. A cambio, él le contó su verdadera historia.

No era un mendigo. Era un ingeniero, ex empleado de una empresa multinacional, hasta que fue injustamente acusado de fraude por un socio corrupto. Al perderlo todo, decidió desaparecer del mundo que lo había traicionado. Vivía entre camiones y trabajos ocasionales, escondiéndose de la vergüenza y de su propio dolor.

—¿Y por qué aceptaste casarte conmigo? —preguntó Emma, sin rabia, solo con curiosidad.

—Porque, cuando tu padre me pidió eso, vi en tus ojos el mismo dolor que yo cargaba en los míos. Y pensé… quizás dos pedaços rotos puedan formar algo entero.

Ella se quedó en silencio, conteniendo las lágrimas.

—No soy ciega para siempre —dijo ella—. Los médicos creen que una cirugía puede restaurar parte de mi visión. Pero aunque nunca vea tu rostro… ya te conozco.

Thomas respiró hondo. —Y si un día quieres marcharte, lo entendería. Pero que sepas que aquí… aquí eres amada. No por lo que perdiste, sino por lo que eres.

Pasó un año. La cosecha del pequeño jardín fue abundante. Emma empezó a dar clases de música a los niños del pueblo, aun sin ver. Thomas fue declarado inocente después de que el verdadero culpable confesara. Y la cirugía de Emma fue programada.

Ella pidió que él fuera el primer rostro que vería, si todo salía bien.

La operación duró horas. Thomas se quedó afuera con un ramo de margaritas, las mismas flores de la boda. Cuando los médicos finalmente salieron, diciendo que ella estaba despierta, él entró, con el corazón acelerado.

Emma abrió los ojos lentamente. La claridad de la habitación era deslumbrante. Todo estaba borroso. Pero poco a poco, una silueta tomó forma: ojos castaños, barba incipiente, sonrisa gentil.

Ella tocó su rostro con las manos, temblando. —Así que así es como eres…

—¿Decepcionada? —susurró él.

—Nunca —sonrió ella—. Eres incluso más guapo de lo que imaginé.

Él rio, emocionado.

Ella lo besó por primera vez con los ojos abiertos. Ya no era la chica ciega casada a la fuerza. Era la mujer que había encontrado, en el más improbable de los lugares, el amor más verdadero de su vida.