Me despertaron unos golpecitos, leves como el picoteo de un pájaro en el barandal de la ventana. Tres golpes, vacilantes, y luego silencio. El viento se colaba por la rendija y pegaba la cortina morada a la pared, como una mano que me apretara el hombro. El reloj marcaba las 12:43; el segundero saltó sobre el doce con un brinco sutil que nadie más habría oído.

Daniela llevaba dos días de viaje de trabajo. Me había dejado dicho que me durmiera temprano, que calentara el caldo de pollo del refri y que, de noche, no abriera a nadie. Yo pensaba echar otra vuelta al cerrojo, poner agua para un té de limón y mirar la sombra de la maceta desparramarse en la pared. Pero esa noche la cabeza me pesaba como si trajera un costal de arena; la mano izquierda me hormigueaba. Le eché la culpa a los 55. Dicen que al pasar de cierta edad el cuerpo cruje con sonidos que solo uno escucha.

El segundo toque ya no fue tan suave.
“Mamá…” —susurró una voz pegada a la puerta.

Era Javier.

Me apuré a quitar el pasador, fingiendo calma. Abrí y me golpeó el olor húmedo de la noche y el sudor de alguien que acababa de correr. Javier estaba sin camisa, brillante, el cabello pegado, la cara encendida. La luz del pasillo le chorreaba por los hombros como barniz. En la mano apretaba una toalla vieja, como si fuera una banderita de rendición.

—Perdón por asustarla, mamá —ronca la voz—. ¿Tiene algo para el resfriado? Si no… ¿me presta un huevo? ¿Me ayuda a “pasarme el mal aire”?

Me quedé dura. Cada palabra me cayó en la oreja como gota gorda sobre lámina caliente.
—¿Huevo para sacar el aire? —repetí, y oí mi voz tensa, como cuerda de guitarra demasiado templada.

Él asintió mirando al piso:
—Me está dando frío. En el depa ya no tengo medicina. Y los huevos… los dejé en el congelador del sótano y me dio flojera bajar. No quería molestarla, pero me acordé que usted le “rodaba el huevo” a mi abuelo.

Escuché una risita del destino en las junturas del mosaico. Una historia que, si se contaba, sonaría increíble: yerno, sin camisa, a medianoche, pidiendo un huevo a la suegra. Si Daniela se enterara, seguro diría: “¡Mamá, ni se le ocurra!”. Y si doña Lulú —la vecina de enfrente— lo viera, tendría chisme para el puesto de verduras.

Me recargué en la hoja de la puerta buscando dónde agarrarme. En la cabeza se me hacían bolas mil cosas: su camisa planchada aún olía a suavizante; Javier es enfermero de urgencias, vive de guardias y carreras; y yo detesto esas guardias porque me lo arrancan de la mesa, dejan a Daniela abrazando la almohada y me imagino pasillos con olor a cloro y cortinas cerradas. También detesto lo “inverosímil” de su petición. Pero recordé a un hombre que se me fue una temporada de lluvias y cada que le pesaba la cabeza decía: “Ponme a rodar un huevo”.

Javier bajó la vista.
—Si la incomodo, me regreso. Perdón…

Quieto —lo corté, temiendo que con ese “perdón” los dos nos fuéramos al vacío—. Pasa. Y ponte esto.

Le señalé una chamarra ligera colgada detrás de la puerta. Se la puso; vi unos raspones finitos en su brazo izquierdo, ya por cerrar.
—Me tropecé en la esquina —dijo antes de que yo preguntara.

Encendí la estufa, al fuego más bajito, y puse mi olla de aluminio de “encargos raros”: jengibre, flores de azahar… y huevos. Al hervir el agua, eché dos.
—Uno para ti y otro… de repuesto —dije, para darle un poste donde agarrarse a tanta incomodidad.

—¿Ya cenaste? —pregunté.
—Un bolillo en la guardia… y luego anduve dando vueltas —sonrió, quién sabe si pidiendo perdón.

—¿Vueltas de qué traes la cara tan roja?
—Calentura… leve —me mostró la muñeca.

No alcancé a tocarle la frente cuando rascaron chanclas en el pasillo y tosió doña Lulú. Cerré un poco la puerta de la cocina, como si el vapor del huevo también cargara chismes.

Cocidos los huevos, los pasé a una gasa, los rodé para quebrar la cáscara. Javier se sentó derechito, esperando como niño antes de la vacuna. Me dio risa: las jerarquías y los “deber ser” de la casa son clarísimos… hasta que a alguien le duele la cabeza y necesita un huevo.

Voltéate —le dije. Envolví el huevo caliente y lo rodé por la columna. El olor a huevo cocido se mezcló con el de detergente y piel limpia.
—¿Duele? —pregunté.
Solo calienta —bajito—. De niño mi abuela siempre lo hacía; decía que “jala el aire”.

La piel le fue quedando rojita donde pasaba el huevo —“el mal aire”, decía mi gente—. Bromeé:
—Si te pones más rojo, hasta huevo de rancho vas a oler.
Se rió. Rodé por los hombros, el brazo, me detuve en el rasponcito.
—¿Cómo te caíste?
—Iba tras un carterista. En el crucero. Le arrebató la bolsa a una señora que vende tamalitos. Me aventé… y no frené.

—¿Lo agarraste?
—La bolsa sí. Él se peló. La señora lloró y me abrazó… y ya cuando llegué al depa me dio frío —lo dijo como si contara una nota del altavoz de la colonia.

Las marcas eran parejas; me tranquilicé. Seguí rodando y, de pronto, mi mano izquierda se me puso pesada. El pulgar se me adormeció como con alfileres. Escondí la mano en el borde de la toalla.

De frente, por favor —le pedí, pasando el huevo al pecho. Me apretó algo en la garganta. De cerca vi una cicatriz vieja, blanca, en su clavícula. Cada quien trae sus anillos como los árboles.

Javier me miró a la luz del foco, ojos con brillo como de lumbre chiquita.
—¿Se cansa, mamá? ¿Le tiembla la mano? —me sondeó con la voz de trabajo.

Vieja tiembla —quise bromear, ocultando el hormigueo que subía al brazo.

—¿Me deja revisar una cosa? —se puso serio—. ¿Ve la mitad izquierda de mi cara rara? ¿Caída? ¿La boca chueca?
—Nada —me reí—. La boca parejita… para mentir igual de bien.

No se rió. Dio la vuelta a la mesa, sirvió agua, me la acercó. Iba a decir “sirvo yo”… cuando mi mano izquierda cayó de golpe sobre la mesa. El vaso repiqueteó y el agua se desbordó. Javier me tomó la mano; vi cómo le cambió la cara.

Mamá —bajó la voz a un tono que nunca le había oído: hondo y firme—. Sonríame, grande.

Sonreí. La mitad derecha subió normal. La izquierda pesó como costal. No me miré, pero lo supe.

Levante los dos brazos —ordenó. Subí el derecho; el izquierdo apenas a la mitad y se me cayó. El corazón me sonó como martillo. Javier ya estaba marcando, hablando de corrido:
Mitad del cuerpo débil. Cara caída. Mamá, diga una frase larga.

—Yo… yo… —la lengua piedra.

Entendí: el huevo cocido era pretexto para cruzar un puente que nadie veía.

Basta —me sostuvo y, con práctica, me ayudó a pararme—. Es un AIT o un evento isquémico transitorio. Vamos en “hora dorada”. Ya marqué al 9-1-1.
Me miró a los ojos: —Confíe en mí. Vámonos.

Iba a contestar con el “no pasa nada, mañana voy”… pero su voz, su mano tibia en mi hombro y un miedo sutil como humo me hicieron asentir. Mientras llamaba ambulancia, me puso suéter, manos calmadas, mirada decidida. Me recargué en él. Oí el elevador; doña Lulú asomó por la rendija.
—Vecina, mi mamá está mal. La llevo a urgencias. ¿Me cuida la estufa? —soltó Javier, y me metió al elevador antes de las preguntas.

El viento del patio me cortó la cara. Las luces parecían tinta aguada. Me subió a la ambulancia; habló con el paramédico de direcciones y servicios. Solo recuerdo su brazo apretándome el hombro y su voz:
Míreme, no se duerma —y me puso el teléfono con un jueguito de puntitos en la mano—. Apriete, suelte, apriete…

En urgencias, la luz blanca lo blanqueaba todo. Me pasaron por una puerta con un círculo rojo. Un médico joven preguntó, tomó estudios y nos dejó quince minutos. Javier explicó claro: “inicio de síntomas”, prueba FAST, sin trauma, sin alergias. Lo vi parado sólido, hombros firmes, ojos a los ojos del doctor. Y vi cómo confiaban en él.

El resultado no fue sentencia:
Isquemia transitoria —dijo el médico—. Llegaron a tiempo; medicamos, vigilamos presión, más estudios. Tuvieron buena detección temprana.

Volteé a Javier. Sonrió; por primera vez desde medianoche su cara ya no estaba roja de fiebre sino cálida de alivio. Quise agradecer; la voz no me salió. Solo pude apretar su mano de enfermero: áspera de empujar camillas, de levantar cuerpos y secar frentes.

Daniela llegó a las tres, blusa arrugada, pelo suelto, ojos húmedos. Me abrazó llorando y regañando:
—¡Mamá, me asustaste! —volteó a Javier—. Gracias —dijo algo que nunca le había oído.

No me salió el “huevo” —bromeó él, y las dos soltamos la risa.

Estuve cuatro días internada. Javier iba diario: en la mañana dejaba a Daniela y pasaba; al salir de guardia, otra vez. Llevó una bolsa con huevos rancheros y se rió:
—Hoy el huevo es para comer.
Cada que entraba la enfermera con el tensiómetro, él se hacía a un lado sin estorbar, pero con el ojo pegado a los números.

Al alta, el doctor ordenó poca sal, nada de café, caminar. Daniela empujaba la silla; Javier a un lado. Doña Lulú nos esperaba en el vestíbulo con un manojo de albahaca.
—¿Está bien la veci? Yo… esa noche entré a apagar la estufa. Todavía vi… huevos —se atoró en la palabra.
—Gracias al “huevo” llegué al hospital —le guiñé. Abrió los ojos y se rió como guayaba que se estrella en el piso.

En casa, Daniela acomodó pastillas en el pastillero; Javier programó alarmas. Los miré y el depa me pareció crecer un metro por lado. Cuando Daniela fue por té, le pregunté bajito a Javier:
—¿De verdad traías fiebre esa noche?

Se rascó la nuca, orejas rojas:
—Calor sí, pero de correr… y de preocupación. Daniela me dijo que llevaba días con hormigueo en la mano. Le dije que yo pasaba a “checar”, pero usted no me iba a abrir si decía la verdad. Se me ocurrió lo del huevo.

Me reí, y el pecho se me aflojó como si soltara un botón.
Buen truco.
—De mi abuela —encogió hombros—. Decía: los grandes no creen en juegos de niños, pero creen muy fácil en los juegos que ellos mismos inventan. —Señaló mi olla de aluminio—. Perdón por la “mentirita”.
—No fue mentira. Fue rescatar. Y sí… me “sacaste el mal”. A todos.

Una semana después lo llevé al mercado. Pasamos por el puesto de la señora de tamales del crucero.
—Señito, aquí el muchacho que le salvó la bolsa.
La señora alzó la vista, los ojos arrugados se le llenaron de agua.
—¡M’hijo! —y le metió en la mano un pan de elote caliente—. No encontré cómo agradecerle.
—Yo me como el pan; el dinero es para que venda —dijo Javier.

En casa pegué en el refri un papel: FAST—Face (Cara), Arms (Brazos), Speech (Habla), Time (Tiempo). Daniela sumó horarios de medicina. Javier, sin decir nada, dejó en la encimera una canasta con doce huevos pardos.
—Para cuando se necesiten —me guiñó—. Y para desayunar.

Miré la canasta y recordé la noche en que el olor a huevo cocido tapó el olor del miedo, su mano en mi hombro, su “sonría”. Me dieron ganas de confesar todo lo que odiaba de su trabajo… para ir tachándolo punto por punto. No dije nada. Lavé la ollita, la pulí y la colgué a la altura de los ojos, como quien cuelga un recuerdo al sol.

La primera noche que Daniela volvió a viajar, me dormí temprano. A la 1:10, golpes leves. Me paré con tres bromas listas para Javier. Abrí… y era doña Lulú con una tina de agua, jadeando:
—¡Veci, se me fugó gas y se prendió la cortina!
No alcancé a ponerme chanclas. Por reflejo agarré mi ollita, la llené de agua y me lancé tras ella. Javier salió del elevador con el uniforme, cerró la válvula, arrancó la cortina, y yo vacié la olla. Shhh como grasa en hielo. Doña Lulú tembló; Javier le dio azúcar y agua tibia, piernas en alto. Yo miré la ollita y me pareció un héroe chiquito.

Al final, sentados en el piso, Lulú dijo:
—Yo también me asusté cuando usted se enfermó. Perdón por asomarme a veces… Pero si esa noche me hubiera asomado, solo habría olido a huevo.
El huevo también salva —dije.
—Y a veces es medicina, —remató Javier.
—Si vuelves a pedir huevos de madrugada, con camisa, ¿eh? —le dije.
—Prometido. Y… si un día ve a alguien sin camisa tocando, a lo mejor también trae miedo —bromeó; luego serio, bajito—: Mamá, traigo otra propuesta increíble.

—¿Otra vez huevo?
—Mitad huevo, mitad otra cosa —me mostró una tarjeta de donación de órganos—. Quiero que en esta casa hablemos de esto antes de que el hospital nos obligue a hablarlo.
La miré un momento. Lo increíble esta vez no era lo incómodo, sino la ventana al futuro. La tomé; fría la mica, caliente el pecho.
—Sí —dije—. Increíble… pero necesario.
Firmé. Doña Lulú abrió los ojos:
—¡Ay, vecinas, qué valientes!
—Valientes para no tener miedo —contesté, y mi voz sonó tranquila como cuando dejas caer un huevo al agua hirviendo.

Un mes después, en mi cumpleaños, Daniela sirvió bún chả a la mexicana —carbón, hierbas, tortillas. Al soplar las velas, Javier me dio una cajita de madera: dentro, una cucharita con el mango grabado “paz” y un papel de fibra. Era una foto de mi olla de aluminio, limpia y brillante sobre manta blanca, y una frase finita:
“El huevo de medianoche era el pretexto para reconocernos donde no hay sangre.”

Reí y lloré a la vez. Daniela me abrazó; Javier puso la mano en mi espalda. Afuera pasaron tamales, pan, cristales de platos; todo sonó a música.

Ya de noche, vi a Javier salir al balcón, llamar a un compañero de urgencias: rió, escuchó, dijo “ya voy” con un “voy” que se le dice a la familia. Traía la camisa bien puesta. Puse la mano sobre mi ollita. Pensé: si un día vuelvo a oír golpes a medianoche, quizá abra, sea quien sea. Pero ojalá sea Javier, para tener a la mano los huevos.

Y quizá, cuando nazca el hijo de Daniela, le cuente la historia de la noche en que su abuelo estuvo ausente, pero el hombre que tocó a las 12:43 le “sacó el mal” a toda la casa: no con el huevo rodando en la piel, sino juntándonos del mismo lado de la línea que no sabíamos que estábamos cruzando.

Hay sorpresas que estallan como cohetes; otras corren bajito como arroyo bajo piedra. Aquella noche, la sorpresa tenía forma de huevo. Pasó por mi cocina, por el pecho de un hombre rojo, por la mano temblorosa de una mujer terca, y dejó un trazo fino: para que, cuando alguien pregunte “¿por qué tu yerno fue de madrugada a pedir huevos?”, yo pueda sonreír y decir: “Para salvar una cara que ya se caía y un corazón que no sabía verse.” Y así, la historia se cierra con un regalo pequeño: una risa donde esperaba lágrimas… y el olor tibio y tranquilizador del huevo recién cocido.