
Al borde de un camino polvoriento, a la salida de un pueblo de montaña, una anciana estaba todos los días con una mesa pequeña, cubierta con un mantel floreado. Sobre ella, montoncitos ordenados de cebolla, ajo y algunos manojos de verduras. Se llamaba Anița, tenía casi 80 años, y sus manos delgadas y llenas de arrugas eran testimonio de una vida de trabajo y paciencia.
Una mañana, apareció por el mismo camino un coche lujoso y negro, que se detuvo bruscamente frente a la mesa. De él bajó un hombre vestido elegantemente, con gafas caras y un aire de superioridad. —¿A cuánto está el kilo de cebolla, abuela? —preguntó él, mirando con una sonrisa irónica los modestos productos. —Diez leus, señor —respondió ella con dulzura, con voz temblorosa. El hombre rió con desprecio: —¿Diez leus? ¿Por unas cebollas sucias del jardín? ¡En el supermercado cuestan ocho y están limpias! —Allí las lavan con químicos, yo las lavo con agua del pozo —le respondió la anciana con calma.
El hombre suspiró y, para demostrar su superioridad, sacó un billete de cien leus: —¡Tome, madre, los cien enteros! ¡Quédeselos, pero sepa que no quiero su cebolla! Anița lo miró fijamente, luego sonrió con una dulzura que lo desarmó. —No puedo, señor. No acepto dinero por nada. Tome la cebolla, por favor. Así es justo. —No la necesito —dijo él, nervioso—. Quédese con el dinero, considérelo una ayuda. —Yo no necesito lástima, sino gente justa —respondió la anciana, poniendo el billete de vuelta en la mano de él.
El hombre se quedó sin palabras. El gesto simple, pero digno, le pinchó el alma más de lo que hubiera querido admitir. Al día siguiente, regresó. Esta vez, sin arrogancia. Compró toda la cebolla, la pagó a un precio justo y conversó con la anciana durante más de una hora. Se enteró de que vivía sola, que el dinero de las verduras le ayudaba a pagar sus medicamentos y que, a pesar de la vida dura, nunca se quejaba. En los días siguientes, el hombre envió a un ayudante que le reparó la cerca y le llevó leña para el invierno. Cuando le preguntó por qué no había aceptado el billete el primer día, la anciana le sonrió de nuevo: —Porque no quería que perdiera lo más valioso, señor: la humanidad. Desde entonces, su coche lujoso se detiene a menudo al borde del camino. No por las cebollas, sino por una lección de vida que ningún profesor habría podido enseñar mejor que una anciana con las manos llenas de tierra y el corazón lleno de luz.
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