Doña Rosa, que vivía al final de la calle, era querida por todos. Viuda desde joven, con los hijos viviendo lejos, habitaba sola en una casa vieja y con goteras, sobreviviendo gracias a unas parcelas arrendadas y al trabajo de recoger botellas y cartón para vender.

Una mañana, mientras recogía latas de cerveza a la orilla de un canal, vio un bolso de cuero tirado en el suelo. Al abrirlo, encontró un grueso fajo de billetes; contando por encima, eran unos 300 mil pesos. En toda su vida, jamás había sostenido tanto dinero. Le temblaban las manos y el corazón le latía con fuerza. Pero pensando que “lo ajeno hay que devolverlo”, lo envolvió con cuidado y fue deprisa a la casa de don Esteban —el dueño del aserradero más rico de la región—.

Al ver el dinero, don Esteban lo contó rápidamente y frunció el ceño:
— ¿Cómo que 300 mil? En este bolso mío había más de 400 mil. ¿Dónde está el resto? ¡Devuélvame lo que falta!

Doña Rosa se quedó helada, balbuceando explicaciones, pero él insistía en que faltaba dinero. Para no cargar con la fama de ladrona, tuvo que apretar los dientes y pedir un préstamo urgente al banco de más de 100 mil pesos para “completar” lo que él decía. En el barrio empezaron los murmullos: algunos la defendían, otros dudaban.

Tres días después, al amanecer, un fuerte ruido hizo que todos salieran a la calle. Frente a la casa de doña Rosa había 10 autos relucientes, cada uno con las puertas abiertas y el interior lleno de regalos, electrodomésticos e incluso sobres con dinero. De uno de los autos bajó un hombre vestido de traje, con los ojos húmedos, que dijo emocionado:
— ¡Mamá! Llevo 20 años buscándote… Yo soy el niño que usted recogió y crió cuando me abandonaron. Hoy he vuelto para agradecerle todo.

Apenas terminó de hablar, detrás de él apareció otra figura: no era otro que don Esteban, pálido y tembloroso, viendo cómo aquel “hijo” le dirigía una sonrisa cargada de significado…

Don Esteban dio un paso atrás, moviendo los labios sin poder articular palabra. La mirada del hombre ya no era cálida, sino fría como el acero.

— ¿Me recuerda? —preguntó despacio, cada palabra cayendo como plomo—. Años atrás, cuando mi madre adoptiva me cargaba en brazos, usted le arrebató la tierra de sus padres y la obligó a vivir en una choza junto al canal.

Los murmullos de los vecinos se escucharon por toda la calle, y todas las miradas se clavaron en don Esteban, con sorpresa e indignación.

El hombre volvió a mirar a doña Rosa, con ternura en los ojos:
— Mamá… ahora tengo éxito y puedo asegurarme de que nunca más pase un día de sufrimiento. Estos diez autos, llenos de regalos y dinero, son para que usted escoja lo que quiera. Y la nueva casa… la he comprado en el mejor terreno del pueblo, lista para que se mude cuando diga que sí.

Doña Rosa, con lágrimas en los ojos, acarició el rostro del hijo que había criado desde que era un bebé abandonado.

Luego, él se volvió hacia don Esteban:
— Y su deuda… no es de dinero, sino de honor. Hace tres días, usted acusó falsamente a mi madre de robar y la obligó a endeudarse con el banco para pagarle 100 mil pesos más. Yo he comprado esa deuda al banco. Ahora, el que debe… es usted.

Mostró un documento con el nombre de Esteban y la deuda correspondiente, con un interés altísimo, igual al que él solía imponer a los pobres de la región. Don Esteban se puso blanco como el papel, las rodillas le temblaban.

— No quiero que me pague —dijo el hombre con voz grave—. Quiero que vaya casa por casa en este barrio, cuente la verdad sobre mi madre y le pida perdón frente a todos.

Don Esteban bajó la cabeza. Por primera vez, el poderoso dueño del aserradero temblaba ante la multitud.

Entonces, la voz de doña Rosa sonó suave pero firme:
— No necesito que me devuelva nada. Solo quiero que recuerde que el dinero se puede volver a ganar, pero cuando se pierde la dignidad… no hay forma de comprarla de nuevo.

Sus palabras hicieron que toda la calle quedara en silencio. Don Esteban se quedó inmóvil, mientras el hijo apretaba la mano de su madre y la conducía hacia la casa, en medio de aplausos que resonaban por todo el barrio.

Desde aquel día, el patio de doña Rosa siempre estuvo lleno de risas, aroma a comida recién hecha y autos de lujo estacionados, como un recordatorio de que… la bondad nunca pierde su valor.