Me llamo Arturo Ramírez, este año cumplí 30. Estudié una maestría en finanzas en la UNAM y actualmente soy director de inversiones en una firma extranjera en Ciudad de México. Gano alrededor de 500 mil pesos al mes. Para mis amigos y colegas, soy casi un “ejemplo”: educación, estabilidad, departamento propio en la capital, una camioneta de lujo.
Pero detrás de esa fachada pocos saben que mi infancia estuvo marcada por la falta de afecto, no de dinero.
Cuando tenía 10 años, mi madre biológica murió de cáncer. Recuerdo el funeral, sentado en una esquina, preguntándome: “¿Por qué mi mamá?”

Unos años después, mi papá se volvió a casar con una mujer llamada Ángela. La rechacé de inmediato, solo porque no era mi madre. Me negaba a comer lo que cocinaba y a veces hasta le gritaba:
— No cocines para mí, no eres mi mamá.
Pero ella nunca me regañó. Limpiaba, hacía otra comida y luego escondía un pequeño papel en mi mochila: “Hace frío, no olvides tu suéter” o “Hoy preparé tus enchiladas favoritas”.
No respondía nada, pero en silencio esos papelitos se convirtieron en la única calidez en la casa.
En la preparatoria, otra desgracia nos golpeó: mi padre murió en un accidente en la carretera México–Puebla. Creí que me mandarían con mis abuelos o algún tío. Pero no. Fue Ángela, la mujer a la que me negaba a llamar “mamá”, quien se quedó conmigo.
Frente al altar de mi padre, con voz temblorosa, me dijo:
— Arturo, no te preocupes. No compartimos sangre, pero te cuidaré hasta el final.
Ese día rompí a llorar y por primera vez la llamé mamá.
Desde entonces cargó con todo. Cuando ingresé a la UNAM, me abrazó y lloró como una niña. Y cuando me dieron una beca para estudiar en Inglaterra, vendió el único brazalete de oro que mi padre le había regalado para comprarme mi primera laptop.
Un día le pregunté por qué me quería tanto si no era su hijo de sangre. Ella sonrió y dijo:
— Amé a tu padre. Y tú eres lo más hermoso que él me dejó.
Llevé esa frase en el corazón toda mi vida.
Hoy que tengo estabilidad, siempre agradezco haber tenido a mi madrastra. Pero una noche, en la cena, me dijo suavemente:
— Arturo, ya tienes 30. Deberías pensar en casarte.
Le respondí en broma:
— Si encuentras a alguien, preséntamela.
Me miró seria:
— Creo que ya la encontré. ¿Recuerdas a Miriam, la hija de la familia Hernández, a tres casas de aquí?
Me quedé sorprendido. Miriam tenía dos años más que yo. De niños jugábamos juntos en la calle del barrio en Guadalajara. Se casó joven, pero su esposo murió en un accidente cuando su hijo aún no cumplía tres años. Recuerdo los chismes crueles: “trae mala suerte”, “es viuda negra”. Incapaz de soportar el rechazo de la familia política, Miriam volvió con sus padres y abrió una tiendita de abarrotes para sacar adelante a su hijo.
Le reclamé a mi madre:
— Mamá, tengo carrera, posición, oportunidades. ¿Por qué una viuda con un hijo?
Ella me miró tranquila:
— Porque necesitas alguien que valore la familia más que las apariencias. Miriam es noble, trabajadora, y su hijo es un niño educado. Ese hogar sencillo vale más que mil lujos.
Pasé una semana pensándolo. Luego, de regreso a Guadalajara, entré a su tiendita fingiendo comprar unas cosas. Miriam seguía igual: sencilla, serena, con una tristeza fuerte en la mirada. En la esquina estaba su hijo, Ángel, dibujando con crayolas. Al verme, me dijo tímido:
— Buenas tardes, tío.
Me sentí conmovido.
Nos sentamos a platicar. Le dije directo:
— Mi mamá quiere que me case contigo. Pero yo no quiero hacerlo solo por obligación.
Miriam se sorprendió y sonrió con melancolía:
— Ángela siempre bromeaba diciendo que debía ser tu esposa. Nunca pensé que lo dijera en serio. Pero no necesito lástima. Vivo por Ángel, no necesito que un hombre venga a rescatarme.
Sus palabras me dejaron sin habla.
De vuelta en la ciudad, la imagen de Miriam y su hijo me perseguía. Entre juntas y oficinas de lujo, sentía que me faltaba la paz sencilla que ellos transmitían.
Un mes después, le escribí. Comenzamos a hablar con frecuencia: sobre la escuela de Ángel, la tiendita, mi trabajo. Poco a poco comprendí: lo que me faltaba era justamente esa calma.
Con Miriam no había pretensiones. No esperaba regalos ni lujos. Con ella podía ser yo mismo.
Seis meses después, un sábado regresé a Guadalajara. Fui a su tienda, pero esta vez no compré nada. La miré a los ojos y le dije, con voz temblorosa:
— Miriam, ¿me darías una oportunidad? No porque mi mamá lo quiera, sino porque yo lo quiero. Quiero formar un hogar contigo y con Ángel.
Ella guardó silencio, luego sonrió suavemente y asintió.
La boda fue sencilla, en una iglesia antigua del centro de Guadalajara. Sin lujos, solo la familia y algunos amigos cercanos.
Cuando tomé de la mano a Miriam en el altar, mi madre Ángela estaba allí, con lágrimas en los ojos, sonriendo en silencio, con las manos temblorosas sobre el pecho como si rezara por nuestra felicidad.
En ese momento, me acerqué a ella, me incliné y susurré:
— Gracias, mamá… por darme una familia completa.
Ahora lo comprendo. Mi madrastra no eligió para mí a una mujer de apariencias, sino a alguien que sabe valorar la familia, que ha vivido el dolor y aprecia las pequeñas alegrías.
Con Miriam y Ángel no solo encontré un hogar, sino también me encontré a mí mismo: un hombre que aprendió a amar, a compartir y a agradecer.
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