El perro se puso furioso al ver a la mujer embarazada. Sin embargo, la razón descubierta conmocionó hasta a la policía.

Todo comenzó con unos ladridos: bruscos, desesperados, sin interrumpirse un segundo. Como si la alarma hubiera cobrado voz y atravesara el bullicio habitual del aeropuerto.

La mujer embarazada dio un respingo, con los ojos llenos de miedo, cuando un imponente pastor alemán se irguió ante ella. Retrocedió instintivamente, protegiendo su vientre con las manos.

—¡Por favor, aléjenlo! —murmuró ella, buscando ayuda con la mirada. Su voz temblaba de pánico, su rostro expresaba espanto y confusión. Pero Bars, ese era el nombre del perro, no se movía. Permanecía tenso como un resorte, con la mirada cargada de una especie de angustia casi humana, como si presintiera algo invisible para los demás.

El oficial Alexéi lanzó una rápida mirada a sus colegas. La inquietud se leía en sus ojos. Bars estaba entrenado para detectar drogas, armas, explosivos. Pero su comportamiento actual era diferente. Completamente distinto. No era una simple señal de alerta: era… una advertencia. Un grito bestial y desesperado: «¡Escúchenme! ¡Ahora mismo!»

El policía de más edad, de rostro severo, dio un paso adelante. —Señora, síganos, por favor —dijo en un tono firme, sin exceso de rudeza.

—¡Pero no he hecho nada malo! —musitó la mujer. Su voz temblaba, sus labios estaban lívidos. Alrededor, los pasajeros se habían quedado paralizados: algunos la miraban con reprobación, otros con curiosidad, y otros más con una inquietud palpable.

Alexéi dudó. ¿Y si era una falsa alarma? ¿O, por el contrario, si era la verdadera señal? Inspiró profundamente y tomó una decisión. —Llévenla para un control adicional. Inmediatamente.

La mujer palidecía cada vez más a cada paso, mientras dos agentes la acompañaban hacia una sala aislada. No dejaba de apretar sus manos contra el vientre, su respiración se volvía rápida y superficial.

—No entiendo… ¿Qué está pasando? —murmuró ella.

Alexéi la seguía, y detrás de él, Bars. El perro no le quitaba los ojos de encima a la mujer, como para protegerla… o defenderla. Alexéi nunca había visto ese tipo de comportamiento en él.

En la sala, comenzaron el examen. Un policía sacó un escáner. Una colega hizo la pregunta: —¿Tiene antecedentes médicos? —Estoy embarazada… de siete meses… —respondió la mujer, apenas creyendo lo que estaba sucediendo.

Mientras tanto, detrás de la puerta, Bars gemía y arañaba el suelo, rompiendo el silencio. Alexéi frunció el ceño. Eso no formaba parte del protocolo estándar de un perro de servicio. ¿Qué estaba presintiendo?

De repente, la mujer lanzó un grito. Su cuerpo se encogió de dolor, sus ojos se abrieron con horror. Su rostro se crispó, como si algo dentro de ella acabara de descontrolarse.

—Algo… no va bien… —articuló ella con voz ronca.

Gotas de sudor perlaban en su frente, su respiración era pesada y entrecortada. Alexéi no esperó más. —¡Rápido, llamen a una ambulancia!

La mujer se desplomó lentamente en un sillón, su cuerpo temblaba. En sus ojos se leía no solo el dolor, sino también un terror pánico. Un espanto que iba más allá de su propia persona… por el ser que aún llevaba dentro.

Y detrás de la puerta, Bars guardó silencio de repente… luego lanzó un aullido lastimero, casi humano. Como aquel día en que encontró a un niño herido bajo los escombros. Alexéi todavía recordaba esa mirada.

—¿Está dando a luz? —susurró uno de los agentes, petrificado. —No… —jadeaba la mujer, negando con la cabeza—. Demasiado pronto… No debería pasar…

Los paramédicos irrumpieron en la sala. —Resista, la llevaremos al hospital —declaró uno de ellos, arrodillándose junto a ella para comprobar su pulso. Era irregular, caótico, como si su corazón dudara en latir.

Bars se tensó de repente, olfateó el aire y luego saltó hacia adelante como s_i_ hubiera percibido un peligro inminente. Su gruñido era profundo, premonitorio. Alexéi sintió una presión en el pecho.

El paramédico, inclinado sobre la paciente, se quedó helado. Puso la mano sobre el vientre de ella y entrecerró los ojos. —Esperen… No son contracciones prematuras. Hay algo más.

—Yo… no entiendo… —sollozaba la mujer. Las lágrimas corrían por sus mejillas—. Salven a mi hijo…

Entonces todo quedó claro. El sanitario levantó la vista hacia Alexéi: —Es una hemorragia interna. Si no la operan de inmediato, morirán los dos.

El mundo alrededor se convirtió en un caos. Los paramédicos subieron rápidamente a la mujer a una camilla y corrieron por el pasillo. Los transeúntes se apartaban. Algunos grababan la escena, otros murmuraban plegarias. Bars corría a su lado, guiado por la urgencia de la vida que había sentido vacilar.

—¡Resista! —gritó el camillero mientras la mujer perdía el conocimiento.

Alexéi caminaba al lado, con Bars ligeramente adelantado. En ese instante, la cola del perro estaba inmóvil, todo su ser concentrado en esa lucha por la supervivencia.

Cuando las puertas de la ambulancia se cerraron, la mujer giró la cabeza. Sus labios temblaban. —Gracias… —murmuró, clavando su mirada en la de Bars.

El perro soltó un pequeño gemido como respuesta. Alexéi puso la mano en su lomo. —Buen chico. Lo logramos.

Las sirenas resonaron en el aire nocturno. El vehículo desapareció al doblar la esquina, pero en el corazón de Alexéi aún resonaba esta pregunta: «¿Llegarán a tiempo?»

Pasaron largas e interminables horas.

Más tarde, en el hospital, Irina —así se llamaba— contó a los médicos que se había sentido mal justo antes de embarcar. Un ligero mareo, una debilidad repentina, una presión interna… ella lo había atribuido todo al cansancio. Pero Bars, como si supiera la verdad, había ladrado para llamar la atención.

Irina recordaba todo como a través de una niebla. Pero guardaba en la memoria un detalle claro: la mirada ansiosa del perro y la decisión firme del policía que no la había dejado sola. Los médicos realizaron una operación de urgencia: diagnosticaron un desgarro parcial del útero. Solo esa rápida intervención salvó a madre e hijo.

El niño nacido esa noche estaba en perfecto estado de salud y era fuerte como una roca. Lo llamaron Alexéi, en honor al oficial. Lanzó un vigoroso grito en su primer aliento, agarrando el aire con sus pequeños puños, ya tan determinado como el perro que le había regalado la vida.

Un mes exacto más tarde, Irina regresó al aeropuerto. No con espanto, sino con gratitud. En las manos, un ramo de flores; en el rostro, una sonrisa radiante; en los ojos, lágrimas de alegría. Alexéi y Bars fueron a recibirlos, a ella y a su hijo.

El perro la reconoció de inmediato, corrió hacia ella y le lamió la mano; luego, delicadamente, rozó la pierna del bebé, que asomaba cubierto por una manta.

—Alexéi, este es Bars —le susurró Irina a su hijo—. Tu ángel de la guarda.

AlexBéi permaneció en silencio a su lado. Por primera vez en mucho tiempo, no se sintió como un simple funcionario. Tomó conciencia de que había sido parte de algo más grande.

Bars los observó a ambos. Su cola se movió suavemente. No conocía las palabras, pero sabía lo esencial: hoy, una vez más, había salvado una vida. Y bien merecía su golosina favorita.