Cansado de cuidar a mi esposa paralítica, y frustrado por tener que “aguantarme” cada noche durante un año, abandoné a mi esposa por una semana para irme de fiesta con una colega de la empresa. Pero el día que volví, justo al abrir la puerta…
Mi esposa tuvo un accidente hace más de un año. De ser una mujer activa y competente, se convirtió en una persona postrada en cama. Desde ese día, yo trabajaba y la cuidaba: cocinaba, la bañaba, lavaba la ropa. Por la noche, cuando nos acostábamos juntos, no éramos más que dos cuerpos en silencio.
Soy un hombre joven, con salud, y mis necesidades y deseos se acumulaban hasta asfixiarme. Pero me daba miedo hablar de ello para no ser juzgado. Hasta que Isabel, una chica de la empresa, empezó a mostrar interés, a ser suave conmigo, susurrándome palabras cada tarde.
Caí sin darme cuenta. Con la excusa de un viaje de negocios, abandoné a mi esposa sola en casa durante una semana, sin siquiera preguntarle cómo estaba.
El día que regresé, estaba lloviznando. Abrí la puerta y entré en casa; todo estaba extrañamente silencioso. Solo podía pensar en “cómo mentir de la mejor manera”.
Pero justo al encender la luz de la sala, me quedé petrificado. Mi esposa estaba sentada en una silla de ruedas, frente a mí, y a su lado estaban mis suegros, mis padres y la enfermera que habíamos contratado.
Sobre la mesa había una memoria USB, un teléfono y una pila de fotos tomadas con una cámara oculta, todo documentando exactamente lo que había hecho durante los últimos 7 días.
Nadie dijo nada. Mi madre suspiró, mi suegro se fue en silencio. Y mi esposa, con una voz ronca pero clara, dijo:
—Puedes irte. A partir de ahora no necesito a un marido… que solo tiene carne, pero no humanidad.
Con las manos temblorosas, di un paso atrás y balbuceé: —¿Ya… ya puedes ponerte de pie?
Ella esbozó una sonrisa amarga: —He estado practicando para ponerme de pie durante los últimos dos meses. Solo que no esperaba… que el que necesitaría muletas fueras tú.
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