A sus cuarenta años, Leonardo Mendoza pensó que lo había visto todo. Como dueño de la cadena de restaurantes más famosa del norte de México y Texas, estaba acostumbrado a que todo el mundo le sonriera, a que le abrieran puertas, a que nadie se atreviera a contradecirlo. Su vida en la élite de San Pedro Garza García era un flujo constante de reverencias.

Sin embargo, cada vez que visitaba uno de sus locales, sentía una incómoda punzada. Todo parecía perfecto; demasiado perfecto. Gerentes atentos, empleados con sonrisas ensayadas, un “Buenas tardes, Señor Mendoza” casi militar. Era un teatro, y él lo sabía.

Una noche, en su penthouse frente al espejo del baño de mármol, se miró fijamente y una pregunta le atravesó el pecho como una bala:

“¿Cómo tratarían a un cliente cualquiera, si no supieran que soy yo?”

Fue una pregunta que lo desarmó.

Dejó su Rolex de platino en la caja fuerte y se despojó de su traje italiano, colgándolo con cuidado. Lo sustituyó por una camisa sencilla, unos jeans gastados y unos zapatos de cuero que ya no combinaban con nada de su vida de lujo. Se despeinó un poco, se puso una gorra de béisbol y, por primera vez en años, decidió salir a la calle sin chofer ni camioneta blindada.

Bajó a la avenida principal, levantó la mano y detuvo un taxi. El conductor, un señor de bigote canoso y mirada cansada, lo saludó con naturalidad, sin reconocer a uno de los hombres más poderosos de la ciudad.

—¿A dónde lo llevo, jefe?

—Al restaurante Tradiciones de Monterrey, por favor —respondió Leonardo, sintiendo un nudo de nervios en el estómago.

Mientras el taxi avanzaba, miraba su ciudad desde una perspectiva que había olvidado. Las montañas imponentes abrazando el valle, los puestos callejeros, el ruido constante de la gente trabajadora, la música de cumbia que se escapaba de alguna ventana. Monterrey era su hogar, pero hacía años que no la vivía como la vivía la gente de a pie. Siempre llegaba por la puerta trasera; siempre como “el Señor Mendoza”.

Esa tarde no. Esa tarde era solo un hombre con ropa común y billetes arrugados en el bolsillo.

Cuando el taxi se detuvo frente a Tradiciones de Monterrey, su primer restaurante, el que había abierto diez años atrás con la ilusión de honrar la cocina de Nuevo León, Leonardo respiró hondo. La fachada de piedra, los detalles de herrería, las luces cálidas. Todo le resultaba familiar y, al mismo tiempo, extrañamente hostil. Pagó el viaje, empujó la puerta de vidrio y entró como un cliente cualquiera.

Nadie lo reconoció.

El aroma a tortillas recién hechas, carne asada y frijoles charros lo recibió como un abrazo nostálgico. Ese lugar era su sueño… o al menos eso había querido creer.

Observó cómo el gerente, Roberto Herrera, corría a recibir a una familia bien vestida que había llegado justo detrás de él, les ofrecía la mejor mesa junto a la ventana y les dedicaba una sonrisa amplia y servil.

A él ni siquiera le dirigió la palabra. Solo gritó a la hostess:

—¡Oye, atiende al señor de la entrada!

Leonardo se quedó de pie, esperando. La hostess se acercó con una expresión de fastidio apenas disimulada.

—¿Mesa para cuántos?

—Para uno —respondió él.

Lo llevaron a la mesa más alejada de todas, junto a la puerta de la cocina, donde el estruendo de platos y los gritos del personal rompían cualquier intento de paz. No había vista al jardín interior, no se escuchaba la música; era el rincón del olvido. Era, sin lugar a dudas, la mesa para los clientes que “no importan”.

Se sentó, tomó el menú que él mismo había aprobado años atrás, y sintió cómo le hervía la sangre. Este lugar había nacido con la filosofía de que todos los clientes serían tratados como realeza. Y sin embargo, ahí estaba él, invisible en su propia casa.

Mientras apretaba los dientes, se hizo la pregunta que lo había traído: “Si me tratan así a mí, ¿cómo tratarán a los demás clientes comunes?”

En ese momento, una joven mesera se acercó, sin la sonrisa falsa y excesiva de los demás, sino con una expresión de cansancio honesto.

“¿Qué va a pedir, señor?” preguntó ella.

“Quiero tres tacos al pastor y un agua de horchata, por favor,” respondió Leonardo.

La mesera, cuyo nombre en el gafete era Elena, tomó la orden. Sus manos temblaban ligeramente, pero no por el nerviosismo de la mesa, sino por una fatiga profunda. Mientras se inclinaba para tomar el menú, sus ojos se cruzaron con los de Leonardo. En ese instante, una fracción de segundo, él sintió una conexión inusual, una chispa de miedo.

Elena se enderezó. En lugar de alejarse, se detuvo y miró a su alrededor. Luego, con un movimiento rápido que solo él pudo ver, deslizó algo doblado sobre la mesa. No era el recibo; era una servilleta de papel.

“Vuelvo enseguida con su orden,” susurró, y se alejó rápidamente.

Leonardo sintió que el corazón se le detenía. Agarró la servilleta. Estaba húmeda de grasa y doblada de forma irregular. Con manos temblorosas, la desdobló. La letra era apresurada y temblorosa, escrita con un bolígrafo rojo:

“No coma la carne, Señor. Váyase ahora. Y revise las cámaras de la oficina del Gerente. Es una trampa.”

Leonardo se quedó paralizado. No por el miedo, sino por la comprensión. Esto no era un simple problema de servicio al cliente. Esto era un sabotaje, y lo peor de todo, provenía de dentro. Su fachada había salvado su vida, y la nota de una mesera asustada era la única prueba de que su imperio se estaba pudriendo desde la raíz.