Svitlana Petrovna estaba en la puerta de la habitación, entreabriéndola apenas —para no molestar, pero sin perderse un instante importante. Miraba a su hijo con esa misma mirada que mezclaba orgullo maternal, ternura y algo casi sagrado. Sasha estaba frente al espejo, vestido con un traje claro y una pajarita, mientras sus amigos lo ayudaban a atársela.

Todo parecía sacado de una película: él estaba elegante, guapo y tranquilo. Pero dentro de Svitlana, algo se oprimió de dolor: sentía que era una extraña en ese cuadro, como si no existiera en esa vida, como si no la hubieran invitado.

Arregló suavemente el dobladillo de su viejo vestido, imaginando mentalmente cómo quedaría con esa chaqueta nueva que había preparado para mañana —porque ya había decidido ir a la boda, incluso sin invitación. Pero apenas dio un paso adelante, Sasha, como si hubiera sentido su mirada, se volvió, y la expresión de su rostro cambió de inmediato. Se acercó, cerró la puerta, quedándose en la habitación.

—Mamá, tenemos que hablar —dijo él con calma pero con firmeza.

Svitlana enderezó la espalda. Su corazón latía con locura. —Claro, hijo mío. Yo… compré esos zapatos, ¿recuerdas? Y luego… —Mamá —la interrumpió—. No quiero que vengas mañana.

Svitlana se quedó helada. Al principio, ni siquiera entendió el significado de sus palabras, como si su mente se negara a dejar que el dolor entrara en su corazón. —¿Por qué?… —su voz temblaba—. Yo… yo… —Porque es una boda. Porque habrá gente. Porque te ves… digamos… no del todo como deberías. Y tu trabajo… Mamá, entiende, no quiero que la gente piense que vengo de un… lugar… bajo.

Sus palabras caían como una lluvia glacial. Svitlana intentó responder: —Me apunté en la peluquería, voy a hacerme un peinado, una manicura… Tengo un vestido, muy sencillo, pero… —No hagas eso —la interrumpió de nuevo—. No empeores las cosas. Aun así, llamarás la atención. Por favor. No vengas.

Salió sin esperar respuesta. Svitlana se quedó sola en la oscura habitación. El silencio la envolvió como algodón. Todo se volvió ahogado, incluso su respiración, incluso el tic-tac del reloj.

Se quedó inmóvil mucho tiempo. Luego, como impulsada por algo desde dentro, se levantó, tomó una vieja caja polvorienta del armario, la abrió y sacó un álbum. Olía a periódico, a pegamento y a días olvidados.

En la primera página, una foto amarillenta: una niña con un vestido arrugado de pie junto a una mujer que sostenía una botella. Svitlana recordaba ese día: su madre le gritaba al fotógrafo, luego a ella, luego a los transeúntes. Un mes después, le quitaron la custodia. Así, Svitlana terminó en un orfanato.

Página tras página, eran golpes. Una foto de grupo: niños vestidos igual, sin sonrisas. Una educadora con rostro severo. Fue allí donde entendió por primera vez lo que significaba no importarle a nadie. La golpeaban, castigaban, la dejaban sin cenar. Pero ella no lloraba. Solo los débiles lloraban. Y los débiles no merecían compasión.

El siguiente capítulo: la adolescencia. Después de la escuela, trabajó como camarera en un café de carretera. Era duro, pero ya no daba miedo. Tenía su libertad, y eso la fascinaba. Se volvió pulcra, elegía su ropa, cosía sus faldas con telas baratas, se rizaba el pelo a la antigua. Por la noche, aprendía a caminar con tacones, solo para sentirse hermosa.

Luego vino el accidente. Hubo un alboroto en el café. Derramó accidentalmente zumo de tomate sobre un cliente. Pánico, gritos, la gerente gritando exigiendo explicaciones. Ella intentó defenderse, pero todos estaban enfadados. Entonces Víctor —alto, tranquilo, con camisa clara— sonrió de repente y dijo: —Es solo zumo. Un accidente. Dejen que la chica trabaje en paz.

Svitlana quedó atónita. Nunca le habían hablado así. Sus manos temblaban cuando tomó sus llaves. Al día siguiente, él trajo flores. Simplemente las puso en el mostrador diciendo: «Me gustaría invitarla a un café. Sin ninguna expectativa». Sonrió tan sinceramente que ella se sintió, por primera vez en mucho tiempo, no como una «camarera del orfanato», sino como una mujer.

Se sentaron en un banco cerca del parque, bebieron café en vasos de plástico. Él hablaba de libros, de viajes. Ella, del orfanato, de sus sueños, de sus noches imaginando una familia.

Cuando él tomó su mano, ella no podía creerlo. Su mundo pareció cambiar: ese tacto contenía más ternura que toda su vida. Se avergonzaba de su pobreza, pero él no parecía verla. Decía: «Eres hermosa. Solo sé tú misma». Ella le creyó.

Aquel verano fue maravillosamente cálido y largo. Más tarde, recordaría ese período como el más luminoso de su vida, un capítulo escrito con amor y esperanza. Con Víctor, iban al río, paseaban por el bosque, hablaban durante horas en pequeños cafés. Él le presentó a sus amigos: inteligentes, alegres, cultos. Al principio, ella se sentía cohibida, una extraña, pero Víctor apretaba su mano bajo la mesa; ese gesto le daba fuerza.

Veían los atardeceres en el tejado de un edificio, llevaban té en un termo, se envolvían en una manta. Víctor compartía sus sueños de trabajar en una empresa internacional, pero decía que no quería dejar el país para siempre. Svitlana escuchaba, conteniendo la respiración, memorizando cada palabra, sintiendo que todo aquello era frágil.

Un día, él le preguntó —en broma, pero un poco en serio— qué pensaba ella del matrimonio. Ella rio, ocultando su vergüenza, desvió la mirada. Pero en su interior, se encendió una llama: sí, sí, mil veces sí. Solo tenía miedo de romper el sueño diciéndolo en voz alta.

Pero el sueño fue roto por otros.

Estaban precisamente en ese café donde Svitlana había trabajado, cuando todo comenzó. En la mesa vecina, alguien reía fuerte, luego un estallido, y un cóctel voló directo al rostro de Svitlana. El líquido escurrió por sus mejillas y su vestido. Víctor saltó, pero era demasiado tarde.

En la mesa de al lado estaba la prima de él. Su voz destilaba ira y asco: —¿Es esta? ¿Tu supuesta prometida? ¿Una camarera? ¿Una huérfana? ¿A esto llamas amor?

La gente miraba. Algunos reían. Svitlana no lloró. Se levantó, se limpió la cara con una servilleta y se fue.

A partir de ese momento, comenzó la verdadera presión. Su teléfono no dejaba de sonar, lleno de susurros odiosos, de amenazas: «Vete antes de que sea peor», «Le diremos a todos quién eres», «Aún tienes la oportunidad de desaparecer».

Empezaron las provocaciones: la calumniaban ante los vecinos, corrían rumores de que era ladrona, prostituta, drogadicta. Un viejo vecino, Yakov Ivanovich, vino un día a decirle que le habían ofrecido dinero para que firmara un papel fingiendo haberla visto sacar cosas del café. Él se había negado. —Tú eres buena —le dijo—. Ellos son unos canallas. Resiste.

Ella resistió. No le contó nada a Víctor; no quería arruinarle la vida antes de su partida al extranjero: se iba de prácticas a Europa. Solo esperaba que todo pasara, que aguantaran.

Pero no todo dependía de ella.

Poco antes de la partida, Víctor recibió una llamada de su padre. Mikola Borisovich Sidorov, un alcalde influyente y duro, convocó a Svitlana a su despacho.

Ella fue. Sencilla, pero limpiamente vestida. Se sentó enfrente, recta como ante un tribunal. Él la miró como si fuera polvo bajo sus pies. —Usted no entiende con quién se ha metido —dijo—. Mi hijo es el futuro de esta familia. Y usted es una mancha en su reputación. Váyase. O yo me encargaré de que se vaya. Definitivamente.

Svitlana apretó las manos en su regazo. —Lo amo —dijo suavemente—. Y él me ama a mí. —¿Amor? —se burló Sidorov—. El amor es un lujo para iguales. Y usted no lo es.

Ella no cedió. Se fue, con la cabeza alta. No le dijo nada a Víctor. Creía que el amor triunfaría. Pero el día de la partida, él voló sin saber la verdad.

Una semana después, el dueño del café, Stas, la llamó. Seco, siempre insatisfecho. Declaró que había desaparecido mercancía y que habían visto a alguien sacar cosas del almacén. Svitlana no entendió nada. Luego llegó la policía. Comenzó la investigación. Stas la señaló. Los demás guardaron silencio. Los que sabían la verdad tenían miedo.

El abogado de oficio era joven, agotado e indiferente. En el tribunal, habló sin convicción. Las pruebas eran dudosas, burdamente fabricadas. Las cámaras no mostraban nada, pero los testimonios de los «testigos» eran convincentes. El alcalde presionó. El veredicto: tres años de prisión en régimen general.

Cuando cerraron la puerta de su celda, Svitlana comprendió: se había acabado. Todo lo que tenía —amor, esperanza, futuro— quedaba tras las rejas.

Unas semanas después, empezó a tener náuseas. Consultó en la enfermería, se hizo una prueba. El resultado: positivo. Embarazada. De Víctor.

Al principio, no podía ni respirar del dolor. Luego vino el silencio. Luego la decisión. Sobreviviría. Por el niño.

Estar embarazada en prisión: un infierno. La acosaban, la humillaban, pero ella guardaba silencio. Acariciaba su vientre, le hablaba al bebé por la noche. Pensaba en el nombre: Sasha. Alexander. En honor al santo patrón. En honor a una nueva vida.

El parto fue difícil, pero el niño nació sano. Cuando tomó a su hijo en brazos por primera vez, lloró. En silencio. No era desesperación. Era esperanza.

En la prisión, dos mujeres la ayudaron, una por asesinato, la otra por robo. Rudas, pero respetuosas con el bebé. Le enseñaron, la guiaron, lo envolvían. Svitlana resistió.

Un año y medio después, obtuvo la libertad condicional. A la salida la esperaba Yakov Ivanovich, sosteniendo una vieja manta de bebé. —Toma —dijo—. Te la dieron. Ven, te espera una nueva vida. Sasha dormía en su cochecito, apretando fuerte un oso de peluche.

Ella no sabía cómo agradecer. No sabía por dónde empezar. Pero había que empezar, desde el primer día.

Las mañanas comenzaban a las seis: Sasha a la guardería, ella a la oficina, luego a limpiar. Después, lavado de coches, por la tarde trabajo en el depósito. Por la noche: máquina de coser, hilos, retales. Cosía de todo: servilletas, delantales, fundas de almohada. El día cambiaba la noche, la noche el día, y todo se confundía en la niebla. El cuerpo sufría, pero ella avanzaba como impulsada por una fuerza.

Un día en la calle, se encontró con Larissa, la misma chica del quiosco cerca del café. Se quedó atónita al ver a Svitlana: —Dios mío… ¿eres tú? ¿Viva? —¿Y qué otra cosa? —preguntó Svitlana con calma. —Perdón… Tantos años… Escucha, sabes, Stas quebró. Completamente. Lo echaron del café. Y el alcalde… ahora está en Moscú. Y Víctor… Víctor se casó. Hace mucho tiempo. Pero al parecer, no es feliz. Bebe.

Svitlana escuchaba como a través de un cristal. Algo la pinchó por dentro. Pero se limitó a asentir: —Gracias. Buena suerte. Y siguió su camino. Sin lágrimas, sin crisis. Solo esa noche, después de acostar a su hijo, sentada en la cocina, se permitió una cosa: llorar. Sin sollozos, sin gemidos, solo dejar salir el silencio del dolor de sus ojos. Y por la mañana, se levantó de nuevo y se fue.

Sasha crecía. Svitlana intentaba darle todo. Los primeros juguetes, una chaqueta de colores, buena comida, una mochila bonita. Cuando enfermaba, velaba junto a su cama, le susurraba historias, ponía compresas. Cuando se cayó y se lastimó la rodilla, ella corrió desde el lavadero de coches, cubierta de espuma, culpándose por no haber estado atenta. Cuando pidió una tablet, ella vendió su único anillo de oro, un recuerdo del pasado.

—Mamá, ¿por qué no tienes un teléfono como todo el mundo? —preguntó él un día. —Porque tú eres suficiente para mí, mi pequeño Sasha —respondió ella sonriendo—. Eres mi llamada más importante.

Él estaba acostumbrado a que todo apareciera sin más. A que mamá estuviera siempre allí, siempre sonriendo. Svitlana ocultaba su cansancio como podía. No se quejaba. No se permitía debilidades. Incluso cuando sentía ganas de caer y no levantarse más.

Sasha creció. Se volvió seguro de sí mismo, carismático. Estudiaba bien, tenía muchos amigos. Pero cada vez más a menudo, decía: —Mamá, cómprate algo, por favor. No puedes estar siempre con esos… trapos.

Svitlana sonreía: —De acuerdo, hijo, lo intentaré. Y en el fondo de su corazón, sufría: ¿acaso él también… será como los demás?

Cuando anunció que se iba a casar, ella lo abrazó llorando: —Sasha, estoy tan feliz… Te coseré una camisa blanca impecable, ¿de acuerdo? Él asintió, como si no la hubiera oído.

Luego vino esa conversación. La que rompió todo dentro de ella. «Eres una mujer de la limpieza. Eres una vergüenza». Esas palabras eran como cuchillas. Se quedó sentada mucho tiempo frente a la foto del pequeño Sasha, en calzoncillos azules, sonriendo, extendiendo la mano hacia ella.

—Sabes, pequeño —murmuraba—, hice todo por ti. Todo. Viví solo para ti. Pero quizás sea hora de vivir para mí.

Svitlana se levantó, se acercó a una vieja lata de hierro donde guardaba dinero «para los malos días». Contó. Era suficiente. No para lujos, sino para un vestido bonito, un peluquero e incluso una manicura. Pidió cita en un salón de las afueras, eligió un maquillaje discreto, un peinado cuidado. Compró un elegante vestido azul, sencillo, pero que le quedaba perfecto.

El día de la boda, se quedó mucho tiempo frente al espejo. Su rostro era diferente. No el de una mujer agotada por lavar coches, sino el de una mujer con una historia. Se miraba, sin creerlo. Incluso se había puesto pintalabios, por primera vez en años.

—Sasha —murmuró—, hoy me verás como era. Como la que alguien amó una vez.

En la oficina del registro civil, cuando apareció, todos se volvieron. Las mujeres miraban, los hombres lanzaban miradas furtivas. Caminaba lentamente, con la espalda recta, una leve sonrisa. En sus ojos, ni reproche, ni miedo.

Sasha no la notó de inmediato. Cuando la reconoció, palideció. Se acercó, siseó: —¡Te dije que no vinieras!

Svitlana se inclinó hacia él: —No vine por ti. Vine por mí. Y ya lo he visto todo.

Le sonrió a Dasha. Ella estaba avergonzada, pero asintió. Svitlana se sentó apartada, sin intervenir, simplemente observando. Y cuando Sasha cruzó su mirada, ella supo: él la había visto. Por primera vez en mucho tiempo, como una mujer, no una sombra. Y eso era lo principal.

En el restaurante, había ruido, luz, tintineo de copas, el brillo de la lámpara de araña. Pero Svitlana parecía estar en otro lugar. Llevaba ese mismo vestido azul, el pelo arreglado, una mirada tranquila. No buscaba atención, no tenía nada que demostrar. Su silencio interior era más fuerte que cualquier fiesta.

A su lado, Dasha, sincera, abierta, con una sonrisa cálida. En sus ojos no había desprecio, solo interés, quizás admiración. —Está usted tan hermosa —dijo suavemente—. Gracias por venir. Estoy muy feliz de verla.

Svitlana sonrió: —Es tu día, hija. Te deseo felicidad. Y… paciencia.

El padre de Dasha, respetable, con porte seguro, se acercó y dijo cortésmente: —Únase a nosotros. Estaremos encantados. Por favor.

Sasha miraba a su madre, que, sin una palabra de reproche, asentía con dignidad y lo seguía. No tuvo tiempo de protestar. Todo sucedía con naturalidad: su madre ya se le escapaba.

Llegó el momento de los brindis. Los invitados se levantaban, bromeaban, contaban historias. Luego cayó el silencio. Y entonces, Svitlana se levantó. —Si me lo permiten —dijo suavemente—, diré unas palabras.

Todas las miradas se volvieron hacia ella. Sasha se tensó. Ella tomó el micrófono, como si lo hiciera por primera vez, y habló con calma: —No diré mucho. Solo quiero desearles amor. Ese que sostiene cuando ya no puedes más. Que no pregunta quién eres ni de dónde vienes. Que simplemente está ahí. Cuídense mutuamente. Siempre.

No lloró. Pero su voz tembló. La sala se detuvo. Luego, aplausos. Sinceros. Reales.

Svitlana volvió a su sitio, bajando la mirada. Y en ese instante, alguien se acercó. Una sombra cayó sobre el mantel. Levantó la vista y lo vio a Él.

Víctor. Canoso, pero con los mismos ojos. La misma voz: —Svit… ¿Eres realmente tú?

Ella se levantó. Se le cortó la respiración, pero no dejó escapar ni aliento ni lágrima. —Tú… —Ni siquiera sé… qué decir. Yo… pensaba que… habías desaparecido. —Y tú, te casaste —respondió ella con calma. —Me dijeron que te habías ido. Que estabas con otro. Perdón. Fui un idiota. Te busqué. Pero mi padre… él hizo todo para que lo creyera.

Se quedaron en medio de la sala, como si todo alrededor hubiera desaparecido. Víctor extendió la mano: —Vamos a hablar.

Salieron al pasillo. Svitlana no temblaba. Ya no era esa chica humillada. Ahora, era otra. —Di a luz —dijo ella—. En la cárcel. De ti. Y crie a nuestro hijo. Sin ti.

Víctor cerró los ojos. Algo se rompió en su interior. —¿Dónde está? —Allí. En la sala. En la boda.

Palideció. —¿Sasha? —Sí. Es nuestro hijo.

Silencio. Solo el ruido de los tacones en el mármol y la música a lo lejos. —Tengo que verlo. Hablar con él —dijo él. Svitlana negó con la cabeza: —No está listo. Pero lo verá. Todo. No le guardo rencor. Es solo que… ahora es diferente.

Regresaron. Víctor la invitó a bailar. Un vals. Ligero como el aire. Y allí estaban, girando en el centro, con todas las miradas puestas en ellos. Sasha estaba paralizado. ¿Quién es ese hombre? ¿Por qué mamá parece una reina? ¿Por qué todos la miran a ella y no a él?

Sintió que algo se rompía dentro de él. Por primera vez en su vida, sintió vergüenza. De sus palabras, de su indiferencia, de sus años de ignorancia.

Cuando el baile terminó, él se acercó: —Mamá… Espera… ¿Quién es él?

Ella lo miró a los ojos. Sonrió con calma, tristeza y orgullo, todo a la vez. —Es Víctor. Tu padre.

Sasha se quedó helado. Todo se volvió sordo, como bajo el agua. Miró a Víctor, luego de nuevo a su madre. —¿Tú… hablas en serio? —Muy en serio.

Víctor se acercó: —Hola, Sasha. Soy Víctor.

Silencio. Nadie dijo una palabra. Solo miradas. Solo la verdad.

—Nosotros tres —dijo Svitlana—, vamos a tener que hablar de muchas cosas.

Y se fueron. No ruidosamente, no solemnemente. Simplemente, los tres. Una nueva vida comenzaba. Sin pasado. Pero con la verdad. Y quizás, con el perdón.