Ana tenía solo 20 años, pero ya cargaba con un pesado peso de experiencias y recuerdos dolorosos que prefería mantener bien guardados dentro de sí.
Recientemente había conseguido trabajo como operaria en una estación de servicio — un lugar modesto, pero donde podía empezar una vida independiente.
Ana había crecido en un orfanato y recordaba esos años con dificultad y un nudo en el corazón.
Casi no tenía amigos: entre los niños no había amistad, sino una competencia cruel, en la que cada uno intentaba demostrar que era mejor que los demás, y los más débiles simplemente eran excluidos.
La chica amable de la estación de servicio fue despedida — solo porque ayudó a un anciano indefenso a cargar combustible en su viejo auto. Todos se reían en secreto — pero cuando él regresó, nadie tuvo más ganas de reír.
Pero Ana no siempre había sido huérfana.
Hasta los seis años tuvo una madre — una mujer cálida, dulce, con ojos cansados, que se esforzaba por darle todo lo que podía.
Después de la muerte de su madre, Ana quedó bajo la custodia de su padrastro — un hombre borracho y violento.
Rara vez estaba sobrio y se enojaba por cualquier cosa — el crujido del piso o la risa de un niño lo enfurecían.
Luego descargaba su ira en Ana, golpeándola sin piedad.
Tras la muerte de su esposa, cayó en la ruina: perdió el trabajo, dejó de cuidar la casa y a la niña.
El dinero apenas alcanzaba para una botella de alcohol, y ni siquiera pensaba en alimentar a Ana.
La chica a menudo pasaba hambre, en una habitación fría donde el viento entraba por las grietas de las ventanas.
Por suerte, los vecinos notaron cómo la trataba el hombre.
Lo oían llorar a través de las paredes delgadas, la veían pálida, delgada, buscando comida en el patio.
Un día no pudieron soportarlo más y llamaron a los servicios sociales.
Llegaron rápido, inspeccionaron el departamento — sucio por todos lados, botellas vacías, olor a alcohol.
El padrastro, completamente borracho, no pudo decir ni una palabra en su defensa.
Ana fue llevada ese mismo día.
Su estado — débil, con moretones en el cuerpo, cabello despeinado — hablaba por sí solo.
Poco después la llevaron a un centro de acogida, y la vida castigó al hombre: murió en un incendio, dormido con un cigarrillo encendido en el departamento ruinoso que él mismo había arruinado.
El orfanato fue en realidad la salvación de Ana.
Allí hacía calor, recibía comida tres veces al día, y los educadores mantenían el orden.
Era mucho mejor que vivir con el padrastro, donde cada día podía terminar en golpes.
Después de salir del sistema, Ana recibió del estado un pequeño departamento — viejo, con linóleo gastado, puertas que crujían y paredes con pintura descascarada.
Los vecinos, ancianos y desconfiados, la miraban con recelo.
Susurraban que era huérfana, joven, y que seguramente solo traería gente sospechosa a la casa.
Ana sentía sus miradas, pero trataba de no hacerles caso y arreglaba su modesta vivienda como podía.
La única que la ayudó fue Valentina Nicolaevna — la educadora del orfanato.
Una mujer de buen corazón y sonrisa cálida, madre de muchos hijos, que trataba a todos los niños del centro como si fueran propios.
Ana, dulce y tranquila, le tocó el corazón de inmediato, y entre ellas nació una amistad sincera.
Valentina Nicolaevna la ayudó con los trámites para el departamento, le dio consejos, y Ana la consideró como una madre que en realidad nunca había tenido.
Desde hace dos años, desde que vive sola, nunca olvida llamarla ni visitarla en su pequeña y acogedora casa en las afueras de la ciudad.
Valentina siempre la recibía con cariño, le ofrecía té y dulces, y sus hijos, ya grandes, invitaban a Ana a las fiestas — Año Nuevo, Pascua, cumpleaños — para hacerla sentir menos sola.
Encontrar un trabajo no fue nada fácil…
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