Durante 10 años, nunca dejamos de tener esperanza… aunque a veces era tan pequeña que ni nosotros mismos la notábamos.
Aquel día llegué tarde del trabajo y encontré a mi esposa sentada en el sofá, con los ojos hinchados. Sobre la mesa estaba el resultado de nuestro cuarto intento fallido de FIV. En un instante me di cuenta de que ella estaba agotada. Se veía más delgada, frágil… y como si hubiera perdido toda la luz en la mirada.
Éramos una pareja muy admirada en nuestro círculo. Nos enamoramos en la universidad, pasamos por muchas pruebas y finalmente nos casamos. Pensamos que, después de la boda, la felicidad sería completa con la llegada de un hijo, pero el destino no quiso que fuera así.
Durante 10 años, nos hundimos en la difícil travesía de tratar la infertilidad. Quien no lo ha vivido no puede imaginar el cansancio, la frustración y la sensación de sentirse menos. Gastamos prácticamente todos nuestros ahorros en consultas, tratamientos y, finalmente, en varios intentos de FIV. Cada vez que fracasábamos, ella lloraba hasta no poder más, y yo solo podía quedarme a su lado, sin palabras que aliviaran su dolor.
Lo más difícil era enfrentar las miradas de los demás: compasivas, curiosas… y luego las murmuraciones. Mis padres llegaron a insinuar: “¿Por qué no piensas en otra opción…?”, pero yo rechazaba la idea. Entendía su dolor y no quería que ella sintiera más presión. Y, sin embargo, fui yo quien abrió la conversación sobre el divorcio.
Aquel día, me senté junto a ella, le tomé la mano y, con voz temblorosa, dije:
—Tal vez… deberíamos parar aquí.
Sentí como si me clavara un cuchillo en el pecho. Ella guardó silencio un largo rato, luego asintió. No lloró, solo suspiró:
—Estoy demasiado cansada.
Después de esa noche, vivimos en la misma casa como dos extraños. Cada uno guardó los recuerdos de nuestros 10 años juntos en un rincón de la memoria. Ella se fue a vivir temporalmente con su madre, mientras yo deambulaba entre nuestras cosas viejas, mirando fotos de la boda o deslizando en el teléfono las imágenes de ella.
El día de la audiencia, me preparé: firmar rápido, irme y no mirar atrás. Temía que, si lo hacía, me ablandaría. Ella llegó, aún delgada y pálida, pero vestida con esmero. Su mirada era extraña: sin reproches ni enojo, como si escondiera algo.
El juez pidió que ambas partes confirmaran el divorcio. La miré, dispuesto a pedirle perdón, pero antes de que pudiera hablar, ella se acercó y me abrazó con fuerza. En ese instante, se inclinó hacia mi oído y susurró exactamente cinco palabras:
—Estoy embarazada de ti.
Me quedé helado. Los oídos me zumbaban, los ojos se me humedecieron y el corazón me latía con tanta fuerza que me costaba respirar. En un segundo, regresaron todas las imágenes de esos 10 años: las madrugadas llevándola al hospital, las noches mirando en silencio una prueba de embarazo con una sola raya, las veces que giraba el rostro para ocultar las lágrimas cuando alguien mostraba una ecografía…
—¿Qué… qué dijiste? —pregunté con un hilo de voz.
Ella me soltó, los ojos rojos pero con una ligera sonrisa:
—Me enteré hace unos días. El médico dice que es muy temprano y hay que vigilarlo. Pensaba esperar a que todo fuera seguro para contártelo… pero hoy sentí que debía decirlo.
Ya no pensé en los papeles de divorcio. Solo la miré, a ese rostro delgado, y entendí que en 10 años nunca habíamos dejado de tener esperanza… solo que a veces era tan diminuta que ni la veíamos. El juez nos observaba, expediente aún abierto. Tomé su mano y dije:
—Retiro la solicitud.
Ella bajó la cabeza, dejando caer una lágrima. Por primera vez en mucho tiempo, vi en sus ojos un destello de esperanza, frágil pero radiante. Salimos de la sala y nos sentamos juntos en una banca del pasillo. Nadie habló, solo nos tomamos de las manos, como si el mundo se hubiera detenido, dejando solo a los dos… y a nuestro hijo creciendo poco a poco en su vientre.
Esa noche la llevé a casa. La primera cena después de semanas separados fue un poco incómoda, pero suficiente para darnos cuenta: todavía nos amábamos, todavía nos importábamos, y todavía teníamos una familia por la que luchar.
Sé que el camino que viene no será fácil. El embarazo apenas empieza y habrá preocupaciones: la salud de ella, la seguridad del bebé. Pero esta vez, en lugar de dejarla cargar sola, quiero caminar con ella.
Ahora pienso que si ese día no hubiera escuchado esas cinco palabras, tal vez nos habríamos perdido para siempre, cada uno por su lado, lamentándonos toda la vida. A veces, los milagros llegan cuando más cansados estamos, cuando creemos que hemos soltado la mano… y lo único que hace falta es volver a tomarla una vez más.
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