Antes de que Caramelo se convirtiera en una de las figuras más queridas de la televisión, sus días empezaban muy temprano.

Se despertaba con la primera luz del amanecer, listo para enfrentarse a las calles con su uniforme de repartidor.

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Su desayuno era rápido y sencillo, apenas un café y un pan, pero eso era suficiente para darle la energía que necesitaba.

Su jornada comenzaba con una lista de entregas que repasaba cuidadosamente.

Cada paquete representaba un compromiso que Caramelo asumía con seriedad, pues sabía que para muchas personas esos envíos eran importantes.

Su moto era su aliada inseparable, y él la cuidaba como un tesoro para que nunca lo dejara varado.

Caramelo era conocido en el vecindario por su simpatía. Aunque la rutina era exigente, siempre encontraba tiempo para sonreírle a los clientes o saludar a los transeúntes.

Era ese carisma natural el que hacía que todos lo recordaran y esperaran su llegada con una sonrisa.

El trabajo no siempre era fácil. Había días de calor abrasador y otros en que la lluvia lo empapaba por completo, pero Caramelo nunca se quejaba.

Cada vez que entregaba un paquete, sentía que estaba contribuyendo a algo más grande, y eso le daba fuerzas para seguir adelante.

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