María (antes Marina) sobresaltó al sonar el teléfono.

Su suegra, la señora Elena (antes Irina Serguévna), sacó el móvil de su elegante bolso y contestó con voz dulce, muy distinta del tono brusco que solía usar con la nuera:

— Sí, querida… Claro, estoy en el cementerio con María.

Está limpiando un poco la tumba de Diana.

María (Larisa) sintió un escalofrío recorrer su espalda.

Diana (Marina) era la primera esposa de Adrián (Andrei), de quien nadie hablaba en casa, pero cuya presencia se percibía en la mirada siempre crítica de la suegra.

La señora Elena colgó y se dirigió a María con una sonrisa forzada:

— Era Adrián. Vuelve pronto del trabajo y quiere que preparemos una cena especial para esta noche.

— Luego, como recordándolo de repente, añadió —: Te traje un té. Te hará bien, estás muy pálida.

De su bolso sacó un pequeño y elegante termo y vertió el líquido oscuro en un vaso de plástico.

El vapor se elevaba en el aire frío del cementerio y el dulce aroma del té parecía fuera de lugar entre las tumbas.

María dudó; las palabras rayadas en la reja resonaban en su mente: “Veneno en el té. No bebas”. ¿Era una advertencia o solo una coincidencia? ¿Quién habría dejado ese mensaje?

— Gracias, pero no me siento bien todavía — respondió, esforzándose por parecer tranquila.

Los ojos de la señora Elena se entrecerraron:

— No seas grosera, María. Preparé este té especialmente para ti y para el bebé.

Contiene hierbas que alivian las náuseas.

María sintió al bebé moverse en su vientre, como protestando.

Con manos temblorosas llevó el vaso a sus labios, fingiendo sorber, pero sin beber.

Un silencio tenso cayó entre ellas. La suegra la miraba fijamente:

— Bébelo — insistió —. Debes cuidarte. Por Adrián.

En ese momento María notó algo que antes no había visto: un pequeño medallón colgado del cuello de la señora Elena.

Era idéntico al de la foto de Diana en la lápida.

Un escalofrío de terror la recorrió al darse cuenta de que su suegra llevaba la joya de aquella mujer muerta.

Con un gesto rápido, fingió una tos violenta y derramó el té sobre la tierra fresca de la tumba.

El líquido se filtró entre las grietas del suelo, como si fuera absorbido por la misma Diana desde el más allá.

— ¡Lo siento! — exclamó, fingiendo vergüenza —.

Es la toxicosis, no puedo controlarme…

El rostro de la señora Elena se volvió severo, una sombra de ira cruzó su rostro perfectamente maquillado antes de que recuperara la compostura:

— No importa — dijo con frialdad, mirando cómo el té se absorbía en la tierra —. Prepararemos otro en casa.

El regreso a casa fue silencioso y cargado de tensión.

María sentía el teléfono en el bolsillo, con las fotos de los misteriosos arañazos ardiendo en sus manos.

Tenía que hablar con Adrián, mostrarle las imágenes… pero un miedo inexplicable la paralizaba.

¿Qué sabía él sobre la muerte de Diana? ¿Qué sabía de su madre?

Cuando llegaron, Adrián los esperaba en la entrada con un ramo de flores primaverales y una sonrisa afectuosa.

María sintió un destello de esperanza: quizá todo era fruto de su imaginación, exacerbada por las hormonas y el estrés.

— Mis amores — dijo, besando la frente de María y entregándole las flores —.

¿Cómo estuvo el día?

Antes de que María pudiera responder, intervino la señora Elena:

— Muy productivo. María limpió la reja de Diana y ahora preparará el té para todos.

Los ojos de Adrián se oscurecieron brevemente al escuchar el nombre de su primera esposa, pero la sonrisa no cambió.

— En realidad — dijo María en voz baja, abrazando las flores contra su pecho —, estoy muy cansada.

Creo que debería descansar un poco.

La señora Elena rió brevemente:

— ¡Qué tontería! Una taza de té te recuperará.

De hecho, tengo una receta especial que quiero que pruebes, Adrián.

Es el mismo té que le daba a Diana.

María sintió que le faltaba el aire.

Mientras Adrián asentía, ella entendió que debía actuar rápido.

Su vida y la del bebé dependían de ello.