El día que escuché la noticia de que mi ex, Javier, estaba a punto de casarse, mi corazón dio un vuelco. Aunque llevábamos tres años divorciados, en el fondo nunca lo había soltado del todo. Pero lo que realmente me llamó la atención no fue solo el hecho de que él se casara, sino los comentarios que corrían entre familiares y amigos: “Se va a casar con una chica discapacitada, en silla de ruedas, da hasta lástima verla”.
En ese momento, mi orgullo y egoísmo se encendieron. Pensé: “El hombre que me dejó al final solo pudo encontrar a alguien con una limitación física para casarse. ¿No es esa la consecuencia de su elección?” Esa idea me dio una extraña sensación de alivio. Decidí que debía ir a la boda, aparecer radiante, para que él y todos vieran que yo era la mujer que realmente merecía, y que él solo estaba viviendo en un error.
Esa noche pasé horas frente al espejo. Un vestido rojo ceñido, el cabello cuidadosamente ondulado, un maquillaje impecable que me hacía sentir como una reina. Imaginaba la escena: entrando en el salón, todas las miradas clavándose en mí, comparándome —yo, resplandeciente y altiva— con una novia débil en silla de ruedas. Estaba convencida de que sería yo la que brillara.
La boda se celebró en un elegante salón de eventos en Ciudad de México. La música sonaba animada, las risas llenaban el aire. Al entrar, noté a varias personas conocidas que me miraban sorprendidas. Yo levanté la cabeza con orgullo, como si yo fuera la protagonista de la velada.
Y entonces llegó el momento crucial. Las puertas se abrieron, y Javier, vestido con un traje impecable, empujaba una silla de ruedas. Sobre ella, la novia —una mujer menuda, de rostro sereno y sonrisa cálida— apareció. Entrecerré los ojos para mirarla bien, y en mi interior comenzó a crecer una sensación extraña, difícil de describir.
El salón entero guardó silencio cuando el maestro de ceremonias presentó la historia de la novia. Javier tomó el micrófono, con la voz entrecortada:
—Hace tres años, durante un viaje de trabajo en Oaxaca, sufrí un accidente. La persona que salió corriendo a salvarme fue ella —Mariana. Ella me empujó fuera del camino de un camión, pero terminó gravemente herida, al punto de no poder volver a caminar. Desde ese momento, me prometí dedicar mi vida a amarla y protegerla. Hoy cumplo esa promesa.
La sala entera estalló en emoción. Yo quedé paralizada. Sentí que mi corazón era estrujado con fuerza. La mujer a la que pensaba ridiculizar resultó ser la salvadora de mi exesposo.
Recordé los últimos días de mi matrimonio, cuando le reprochaba a Javier que era frío, que no cuidaba de la familia. Él guardaba silencio, siempre viajando de un lado a otro. Yo, enfurecida, creí que había dejado de amarme y decidí divorciarme. Nunca busqué entender, nunca le di la oportunidad de explicarse. Y ahora lo comprendía: aquellos viajes cambiaron su vida, lo llevaron a conocer a la mujer que sacrificó su futuro por salvarlo.
Miré la manera en que él la observaba: nunca me había mirado así. Sus ojos estaban llenos de gratitud, respeto y un amor profundo.
Permanecí en silencio todo el banquete. La sensación de triunfo y soberbia desapareció. Las frases de burla que había preparado en mi mente se convirtieron en cuchillos que me herían a mí misma. Comprendí que yo era la verdadera perdedora.
Cuando empezó el primer baile, Javier se inclinó, tomó con delicadeza a Mariana en brazos y la sacó de la silla de ruedas. La sostuvo contra su pecho mientras giraban lentamente al compás de la música. Todos los invitados se pusieron de pie, aplaudiendo con lágrimas en los ojos. Yo también lloré, dándome la vuelta para secar mi rostro.
Aquella noche, de regreso a casa, me quedé inmóvil frente al espejo. El maquillaje perfecto estaba corrido por las lágrimas. Lloré desconsoladamente. Lloré por mi egoísmo, por el matrimonio que destruí con mi orgullo, por aquella mujer valiente que entregó su vida para salvar al hombre que yo alguna vez amé.
De pronto entendí que la felicidad no está en compararse ni en brillar más que otros, ni en vestidos lujosos ni en un orgullo vacío. La felicidad es simplemente encontrar a alguien digno de amar y ser amado, sin importar sus limitaciones.
Esa noche lloré durante horas. Y quizá, por primera vez en muchos años, no lloré por el hombre que se fue, sino por descubrir la pequeñez y el egoísmo escondidos en mi propio corazón.
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