Ese día, el cielo de Hanói estaba encapotado, fresco y lluvioso. Huong, embarazada de ocho meses, se colocó con cuidado un sombrero de tela y salió con su bolso hacia el mercado. Su marido, Tuan, le había dicho que esa mañana tenía una reunión urgente, así que se marchó temprano. Ella no le dio muchas vueltas, solo sintió cierta tristeza: aunque estaba a punto de dar a luz, aún tenía que salir sola a comprar cada pañal, cada toalla y la leche para el bebé.
El mercado estaba lleno de gente. Huong tuvo que caminar muy despacio para mantener el equilibrio con su gran vientre. Después de elegir algunas cosas para el recién nacido y a punto de irse, escuchó una voz que le resultaba muy familiar. Era la voz de su marido.
Al girarse, Huong se quedó de piedra.
Tuan iba de la mano con una joven de falda corta y tacones altos, sonriendo y charlando. Llevaba una bolsa en la mano y le decía:
— ¿Qué quieres comer? Te lo compro todo.
— No, no quiero comer mucho, voy a engordar.
— Aunque engordes, te seguiré queriendo.
Huong se quedó inmóvil, como petrificada. No se atrevió a acercarse. Desde la distancia veía claramente a su marido, el hombre con quien compartía su vida, ahora cuidando con ternura a otra mujer… mientras su esposa, a punto de dar a luz, tenía que ir sola al mercado.
Las lágrimas no salieron. Su corazón estaba oprimido.
No hizo un escándalo. No lloró. Huong solo sacó su teléfono y le escribió un mensaje:
“Acabo de verte en el mercado. Estoy cansada, he debido tomar un taxi antes. Y tú… sigue interpretando tu papel hasta el final.”
Después de enviarlo, apagó el teléfono. No esperó respuesta.
Tuan estaba riendo cuando el móvil vibró. Leyó el mensaje y su rostro se volvió pálido. Soltó la mano de la chica y miró alrededor.
— ¿Qué pasa? —preguntó ella.
Tuan no contestó; salió corriendo del mercado, murmurando:
— Huong… Huong está aquí…
Pero Huong ya se había ido. Su vientre pesado, su paso cojeando entre la multitud, y los ojos secos. El corazón vacío. Sin ira, sin rencor, solo un dolor que ahogaba.
Al llegar a casa, no subió al dormitorio; fue directamente a la cocina. Colocó sobre la mesa cada cosa que había comprado para el bebé: un abrigo azul claro para recién nacido, unos calcetines de lana, una caja de talco perfumado, pañales, un biberón de leche. Uno a uno, como cuchilladas al corazón.
Recordaba las noches de embarazo sola mientras él decía trabajar hasta tarde. Recordaba las consultas prenatales a las que fue sola, esperando horas en el hospital. Recordaba sus ojos fríos y distantes últimamente.
Todo, al final, no era por su imaginación… era porque él tenía a otra.
Tuan regresó a casa una hora después, con el rostro descompuesto. Al verla sentada de espaldas en la cocina, dijo con voz entrecortada:
— Huong… lo siento…
— ¿Lo sientes por qué? —preguntó sin girarse—. ¿Por ir a una reunión?
— Me equivoqué. Ella es algo pasajero. Nunca quise dejarte. No pensé que me verías…
— Si no me hubiera visto, ¿cuánto tiempo más me lo ocultarías?
Huong se levantó y lo miró fijamente con una calma que daba miedo:
— No necesito que la dejes. No necesito que elijas. Ya he elegido por los dos.
— Huong… no seas así… Me equivoqué…
— El hijo que llevo no necesita un padre mentiroso. Y yo no necesito un marido traidor.
Sacó de su bolsillo unos papeles de divorcio ya preparados.
— Fírmalos. Léelos bien y fírmalo. No pediré nada, solo al niño. Y paz.
Tuan se dejó caer en la silla, con la cabeza entre las manos. Nunca imaginó que Huong, su esposa dócil, fuera tan decidida. Pensó que lloraría, que suplicaría, que perdonaría. Pero no: sus ojos eran fríos como el hierro.
— ¿Aún me amas? —preguntó Tuan.
— Tal vez te amé mucho. Pero el momento en que te vi de la mano de ella en el mercado… supe que mi corazón dejó de quererte.
Aquella frase fue como la sentencia final de su matrimonio. Sin gritos, sin discusiones. Solo una mujer que, por él, se volvió fuerte hasta el final.
Meses después, Huong dio a luz a un hijo sano. Ocupada con su hijo y rehaciendo su vida, la sonrisa volvió a sus labios. Una sonrisa tranquila, ya sin ataduras.
En cuanto a Tuan, a veces seguía apareciendo frente a la puerta con una bolsa de regalos y los ojos llenos de arrepentimiento. Pero la puerta nunca se abría.
La historia quedó atrás. Aquella mujer, antes débil, aprendió a soltar… y a vivir para quien más lo merecía: ella misma y su hijo.
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