En un pequeño callejón a las afueras de Lucknow, todos conocían al señor Babulal —un anciano de 70 años, delgado, encorvado— que trabajaba arduamente cada día para cuidar de su nieta huérfana, Anaya, de apenas 10 años. El padre de Anaya trabajaba lejos, en Mumbai, y su madre había fallecido antes de que ella pudiera recordar su rostro. Su abuelo era su único apoyo.
Todo el vecindario sentía ternura al ver la dependencia mutua entre ellos. Cada mañana, él tomaba la mano de Anaya y la acompañaba hasta el final del callejón para que tomara un auto-rickshaw hacia la escuela; al mediodía, se esforzaba en preparar dal y roti y luego la ayudaba con la tarea. El amor del abuelo por su nieta era evidente para todos.

Sin embargo, una calurosa tarde de principios de otoño, la vecina señora Lata fue a visitarlos y quedó impactada por una escena que la hizo estremecer.
La puerta de la casa de Babulal estaba entreabierta. Estaba a punto de entrar para llamarlo, cuando lo escuchó murmurar con voz temblorosa:
—“Anaya, no duermas… despierta, no asustes a tu abuelo…”
A través de la rendija de la puerta vio cómo abrazaba fuertemente a su nieta, temblando, llamándola una y otra vez, mientras la niña yacía en silencio, con el rostro pálido. La señora Lata se quedó helada, su corazón latía con fuerza. Pensamientos terribles cruzaron su mente: un anciano solo en casa con su nieta, y ahora ella estaba inconsciente en sus brazos… ¡qué escena tan extraña!
Sin pensarlo demasiado, marcó el 112 con manos temblorosas para informar de “signos de peligro” en la casa del vecino, y pidió que acudieran una patrulla y una ambulancia del 108.
Diez minutos después, la policía y la ambulancia llegaron corriendo. El callejón entero se sumió en el caos. Los curiosos se agolparon, murmurando con sospecha:
—“¿Acaso ese anciano le hizo algo a la niña?”
—“Dios mío, esto se ve muy mal…”
La puerta se abrió. Ante sus ojos, el señor Babulal sostenía a Anaya en brazos; su rostro estaba empapado en sudor y sus ojos enrojecidos. Al ver a los médicos y a la policía, gritó desesperado:
—“¡Salven a mi niña! Está inconsciente desde la mañana, la he sacudido y no despierta.”
El personal médico la revisó rápidamente. Minutos después, respiraron aliviados:
—“La niña tiene hipoglucemia grave, hay que llevarla de inmediato al hospital.”
La multitud quedó atónita. Las sospechas se transformaron en vergüenza. Todos se miraban, arrepentidos por haber pensado mal del anciano.
De los ojos de Babulal brotaron lágrimas. Temblando, siguió la camilla:
—“Soy pobre, no tengo dinero para comprarle comida nutritiva… esta mañana me dijo que estaba llena, pensé que era cierto, ¿cómo iba a imaginarme esto…?”
En el hospital universitario KGMU de Lucknow, tras recibir atención de urgencia a tiempo, Anaya recuperó poco a poco la conciencia. La niña abrió los ojos cansados, miró a su abuelo y susurró:
—“No llores, estoy bien… solo estoy cansada.”
Ella lo abrazó con fuerza. Su garganta se cerró:
—“El abuelo estaba muy asustado… pensé que te había perdido. Abuelo, estoy sola contigo…”
El médico explicó: Anaya sufría de diabetes tipo 1 congénita, necesitaba una dieta especial y control constante de la glucosa en sangre; de lo contrario, la hipoglucemia grave era inevitable. Al escucharlo, Babulal quedó atónito: era anciano, débil, pobre, y ahora enfrentaba la enfermedad de su nieta, que complicaba aún más las cosas.
En ese momento, la señora Lata dio un paso adelante y le tomó la mano con firmeza:
—“Perdóname por la confusión… pero gracias a Dios la ambulancia llegó a tiempo. A partir de ahora no estarás solo. Todo el barrio cuidará de ella.”
Él la miró y vio la seriedad en sus ojos. Asintió levemente; sus ojos seguían húmedos, pero en su corazón sintió calor.
Después de aquel incidente, los vecinos empezaron a volcar aún más cariño en Anaya: unos dieron arroz, otros dinero; el farmacéutico entregó tiras para medir la glucosa, la trabajadora social explicó cómo actuar ante la hipoglucemia; la escuela organizó comidas especiales y capacitó a los maestros para reconocer los síntomas y reaccionar a tiempo.
Con el tiempo, la historia se calmó, pero cada vez que la señora Lata recordaba sus sospechas iniciales, se estremecía. Les decía a los vecinos:
—“A veces es fácil pensar mal de los demás. Pero el amor de Babulal por su nieta… eso no se puede negar.”
Desde entonces, la imagen del abuelo encorvado llevando de la mano a su nieta a la escuela se convirtió en un símbolo entrañable en aquel callejón. Y aquella llamada al 112 “por una confusión” no solo salvó la vida de Anaya, sino que fortaleció aún más los lazos del vecindario.
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