Qué mañana… Frente a mi casa había una caravana de jeeps negros…

Desde el día en que enterraron a su padre, la madrastra había echado a Aliona de la casa — en medio de una noche helada.

Ella tenía solo diez años y abrazaba contra su pecho el cuaderno marrón de su padre, con las esquinas gastadas, donde él le escribía historias inventadas — relatos en los que algún día ella sería astronauta, veterinaria o cantante.

Marina, la madrastra, ni siquiera le dijo «buenas noches» o «que descanses».

Simplemente abrió la puerta y le lanzó la maleta:

— Busca un lugar a donde ir.

Luego la puerta se cerró de golpe — un sonido que se grabó profundamente en el alma de Aliona.

Era de madrugada.

La luna alta en el cielo, fría como una moneda.

La niña se refugió en un pabellón abandonado, detrás del jardín de una casa cercana.

Se acurrucó bajo la chaqueta, abrazando las rodillas al pecho, y rezó largamente para que llegara pronto el amanecer.

Cerca de las cinco se quedó dormida por unos minutos, pero fue despertada de repente.

Voces, pasos, ruidos de motor.

Cuando salió del pabellón, con los ojos hinchados y rojos, vio frente a la casa de Marina una fila ordenada de jeeps negros — toda una caravana.

Quedó paralizada.

Un hombre vestido de negro y con gafas oscuras bajó de uno de los autos y la miró fijamente.

Luego se volvió hacia otro y dijo:

— Es ella.

La niña.

Aliona dio un paso atrás.

— ¿Quiénes son?

El hombre se quitó las gafas oscuras.

Tenía los ojos de su padre.

Decididos, cálidos.

— Soy el hermano de tu padre.

He estado lejos, en América.

Pero ahora… ahora he vuelto.

— ¿Por qué no vinieron antes? — preguntó con un dejo de reproche.

— Tu padre no quiso.

Decía que debías encontrar tu propio camino.

Pero nos escribió.

Y nos dejó una carta.

El hombre sacó de su chaqueta una carta arrugada — era la letra de su padre.

«Si me pasa algo, cuiden de Aliona.

Es todo lo que tengo.»

Marina salió corriendo, con la bata ondeando:

— ¿Qué significa todo esto? ¿Qué quieren en mi patio?

Uno de los hombres se acercó con calma y le entregó un documento.

— Orden judicial.

La casa pertenecía al padre.

Y Aliona es la heredera legítima.

Marina palideció.

— Debe ser un error… yo…

— No, señora. No se han equivocado, — la interrumpió con firmeza el abogado.

Aliona guardó silencio.

Miraba a Marina — la mujer que la había echado — mientras ahora era escoltada fuera por hombres con traje y corbata.

Como en una película.

El tío se acercó, se inclinó y le tomó suavemente la mano.

— Ven a casa.

— ¿Qué casa? — preguntó.

— Esta.

La casa de tu padre.

Tu casa.

Aliona no dijo nada.

Miró al cielo y esbozó una leve sonrisa.

En esa fría mañana, sintió una caricia cálida en su cabello.

Su padre se había ido, pero no la había dejado sola.

Así comenzó para Aliona una nueva vida.

Con justicia, con una familia — y con esperanza.

Porque a veces, después de una noche de pesadilla, llega una mañana que lo cambia todo.