Nadie se atrevía a mirar a los ojos de doña Beatriz, pero Lucía no era como las demás. Lucía Morales llegó a la entrada de Villa Los Cipres justo cuando el reloj de hierro forjado marcaba las 8 en punto. El aire de Toledo, todavía fresco en esa mañana de lunes, le erizaba la piel por debajo del uniforme recién planchado.
Respiró hondo, ajustó la cinta del delantal y se pasó una mano por el cabello recogido. El portón crujió al abrirse, dejando ver los setos perfectamente recortados, las fuentes en silencio y al fondo la imponente mansión que había escuchado nombrar desde niña, pero que nunca pensó pisar algún día. El mayordomo la recibió con una mirada distante y sin palabras.
Le indicó con un gesto que lo siguiera por el pasillo principal, cuyos mármoles pulidos reflejaban la luz ténue de la mañana. Al pasar junto al comedor, Lucía se estremeció al reconocer el mismo tapiz, Isabel, había descrito años atrás con voz temblorosa. Ese mismo tapiz colgaba frente a la cocina, donde, según su madre, le arrebataron la dignidad con una falsa acusación.
En el salón principal, entre cortinas gruesas y lámparas de cristal, esperaba doña Beatriz del Valle. No se levantó, ni siquiera saludó. Con punto entre con principal la observó de arriba a abajo como si evaluara una pieza de porcelana mal restaurada. Su voz baja y afilada rompió el silencio como una daga en tercio pelo.
Así que tú eres Lucía, dijo sin mover un solo músculo del rostro. Espero que no seas tan torpe como la última. Lucía bajó la mirada con respeto, pero no con miedo. Respondió con un sí, señora apenas audible, lo justo para cumplir sin ceder. Doña Beatriz no sonró, solo giró la cabeza hacia una de las criadas que esperaba en la puerta y ordenó, “Enséñale la cocina.
Que empiece con los cubiertos de plata. Pilar Ramírez. Una mujer de unos 50 años. asintió en silencio y condujo a Lucía hacia la zona de servicio. Mientras caminaban, Lucía notó que las demás empleadas la miraban de reojo, como si supieran algo que ella aún no había vivido.
Una de ellas murmuró algo sobre la nueva y Pilar le lanzó una mirada que la hizo callar al instante. en la cocina. Pilar le explicó el sistema de organización, los horarios y el tono monocorde con el que doña Beatriz prefería ser servida. No había risas ni bromas, solo normas. Lucía asentía sin interrumpir, memorizando cada indicación como si de una fórmula matemática se tratara.
Después del almuerzo, mientras limpiaba la vajilla, escuchó por casualidad una conversación entre dos empleadas más jóvenes. Mencionaban el nombre de Isabel en voz baja. Como si fuera un secreto prohibido, Lucía se detuvo en seco. Su madre, años atrás había trabajado en esa misma villa y había salido de allí destrozada.
Aquellas palabras sueltas, aunque imprecisas, le confirmaron que las heridas del pasado no estaban cerradas. Esa noche, en la habitación pequeña asignada a las nuevas, Lucía abrió su maleta y sacó una caja de cartón forrada con tela azul dentro, cuidadosamente envuelta, una fotografía en sepia mostraba a su madre de joven de pie frente a la entrada de la villa, con el mismo uniforme blanco que ahora ella llevaba, sosteniéndola estaba un broche antiguo en forma de ciprés, símbolo que también decoraba el portón principal.
Lucía acarició la imagen con los dedos, sintiendo que el pasado respiraba junto a ella. No estaba allí solo para trabajar, estaba allí para comprender, para mirar de frente a lo que su madre nunca se atrevió a contarle por completo. Y por primera vez, en medio del silencio de la noche, supo que no se marcharía sin conocer toda la verdad.
¿No eres sorda o simplemente inútil? El silencio en el salón se volvió insoportable. El sol de la tarde se colaba por los ventanales del gran salón de té, iluminando la vajilla de porcelana y las bandejas de plata, como si todo estuviera preparado para una visita real. Las empleadas caminaban en silencio, casi de puntillas, procurando no alterar la coreografía perfecta de tazas, cucharillas y servilletas almidonadas.
Lucía con los nervios bien sujetos bajo su delantal, repasaba mentalmente cada paso del servicio. Sabía que doña Beatriz no perdonaba errores, ni uno solo. Doña Beatriz se sentó con elegancia en la butaca central. Sus uñas, pintadas de un rojo antiguo, tamborileaban sobre el apoyabrazos mientras observaba a Lucía acercarse con la bandeja del té. En la habitación no se oía más que el tic tac del reloj de pared y el crujido ocasional de una silla.

Pilar a un lado del salón fingía limpiar un jarrón, pero sus ojos seguían cada movimiento con preocupación. Lucía colocó la bandeja con cuidado frente a la señora, pero apenas dejó la tetera. Escuchó la frase que hizo que el aire se congelara. Esto está mal. ¿Acaso eres sorda o simplemente inútil? Las otras empleadas bajaron la vista de inmediato.
Pilar apretó los labios, pero no dijo nada. Lucía sintió el calor subirle por el rostro, la sangre latiendo en las cienes. Quiso responder, gritar, pero se contuvo. Inspiró profundo y levantó la vista. Apenas un instante, lo suficiente para no dejarse pisotear. Beatriz entonces se inclinó acercando el rostro al suyo.
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