El abrasador sol de Nueva York caía sin piedad sobre la Quinta Avenida, donde Ethan, un joven de 28 años con el cabello desordenado y la ropa hecha jirones, estaba sentado en la acera. Sus ojos azules, antes llenos de vida, ahora estaban apagados por el cansancio y el hambre. Las costillas marcadas bajo su camisa rota delataban semanas de escasa comida. Ethan observaba el frenético ir y venir de la gente, sintiéndose invisible en medio de la multitud.
Su estómago gruñó dolorosamente, recordándole que no había comido en más de dos días. “Solo un día más, Ethan, tú puedes. Hoy alguien te notará”, murmuró para sí mismo, intentando mantener viva la esperanza.
¿A quién quiero engañar? Nadie mira dos veces a un mendigo, pensó, con una voz interior cargada de amargura. Las horas pasaban lentamente, y Ethan luchaba contra la tentación de hurgar en los cubos de basura cercanos buscando sobras. Se había prometido no caer tan bajo, pero el hambre era un enemigo implacable.
Sus ojos seguían, sin querer, a cada persona que pasaba con bolsas de comida o vasos de café. El aroma de un perrito caliente que vendían en la esquina torturaba sus sentidos, haciéndole agua la boca mientras su estómago protestaba con más fuerza. Tal vez debería intentar de nuevo en aquel refugio.
No… no puedo. La última vez… Ethan se estremeció, dejando el pensamiento sin terminar.
¿Por qué las cosas tenían que llegar a esto? Ojalá no hubiera crecido así. Ojalá hubiera tenido una familia, un hogar. Su mente divagaba, recordando con dolor el pasado.
A medida que avanzaba la tarde, la desesperación de Ethan crecía. Observaba a otros sin techo acercarse a los transeúntes pidiendo unas monedas, pero él no encontraba el valor para hacer lo mismo. Su orgullo, lo último que le quedaba, lo detenía.
Un hombre mayor, sentado no muy lejos, lo miró con una mezcla de compasión y entendimiento.
—Chico, a veces las cosas parecen sin esperanza, pero sobrevivimos —dijo con voz ronca, marcada por la edad y la vida en la calle.
—Lo sé, pero… a veces parece que nuestra vida aquí nunca va a cambiar. Solo tenemos las pocas monedas que nos da la gente de buen corazón, pero necesitamos más oportunidades de trabajo, un lugar donde vivir y comida saludable en la mesa —respondió Ethan, con voz temblorosa entre la esperanza y la incredulidad.
De repente, como si el universo hubiera escuchado su súplica silenciosa, una mujer de mediana edad se detuvo frente a él. Sin decir una palabra, le entregó una bolsa de papel que contenía un sándwich caliente.
El aroma del pan recién horneado y la carne asada llenó sus fosas nasales, haciendo que su estómago se revolviera de anticipación. Ethan levantó la vista hacia la mujer, con los ojos llenos de gratitud.
—Gracias, señora. No tiene idea de lo que esto significa para mí —dijo, con la voz entrecortada por la emoción.
La mujer simplemente le sonrió con dulzura y siguió su camino, dejando a Ethan asombrado por ese acto de bondad. Tal vez aún había compasión en este mundo.
Tal vez no estaba completamente solo, pensó, sintiendo que una chispa de esperanza se encendía en su pecho. Mientras se preparaba para saborear el valioso sándwich, su mirada se posó en dos hombres más sentados cerca. Sus rostros delgados y ojos hambrientos eran un reflejo de su propia situación.
Sin dudarlo, Ethan dividió el sándwich en tres partes y se las ofreció a sus compañeros de infortunio.
—Chicos, vamos a compartir. Nadie debería pasar hambre si podemos ayudarnos entre nosotros —dijo, con voz ronca pero amable.
Al otro lado de la calle, dos mujeres observaban la escena. Olivia, una joven de largo cabello castaño y compasivos ojos verdes, sintió que se le encogía el corazón al presenciar aquel acto de generosidad. Dio un paso hacia la acera, decidida a ofrecer más ayuda, cuando sintió un fuerte tirón en el brazo.
Victoria, su madrastra, una mujer de mediana edad con facciones duras y mirada fría, la sujetaba con fuerza.
—Ni se te ocurra, Olivia. No permitiré que te mezcles con esa gente —susurró con furia, sus ojos grises chispeando de enojo.
—Pero, Victoria, ellos necesitan ayuda. ¿Cómo podemos simplemente ignorarlos? —protestó Olivia, con la voz temblorosa de emoción e indignación.
Victoria arrastró a Olivia lejos de la escena, sus tacones resonando sobre la acera mientras se acercaban a una tienda de lujo. El contraste entre los relucientes escaparates y la dura realidad de la calle era abrumador. Olivia se resistió, con los ojos aún fijos en Ethan y sus compañeros.
Victoria se detuvo de golpe, girando sobre sus talones para encararla. Su rostro era una máscara de repugnancia y furia contenida.
—¿Has perdido la cabeza, Olivia? Esa gente es peligrosa. Probablemente usarían cualquier dinero que les dieras para drogas o alcohol —escupió, con un tono cortante.
—No lo sabes, Victoria. Ese hombre acaba de compartir la única comida que probablemente tuvo hoy. ¿Cómo puedes ser tan insensible? —replicó Olivia, con la voz temblorosa de indignación.
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