El sonido triste de las trompetas fúnebres se mezclaba con la lluvia que golpeaba el viejo techo de chapa. En el centro del patio, un ataúd dorado reposaba sobre dos sillas de madera. A su alrededor, los presentes guardaban silencio, rindiendo homenaje a Elena, la joven nuera que había perdido la vida tras un parto prematuro.
Tenía apenas 25 años y desde que llegó a la familia, había tratado a sus suegros como a sus propios padres. Su suegra, doña Helena, la consideraba una bendición. Pero la alegría duró poco más de un año.
Una tragedia inesperada
Aquella noche, Elena sufrió un fuerte dolor abdominal. Lloraba mientras se sujetaba el vientre. Fue llevada de urgencia al hospital, pero ya era tarde. El bebé no alcanzó a llorar y ella nunca despertó. Su muerte sumió a la familia en una profunda tristeza. Don Luis, su esposo, permanecía inmóvil mirando el retrato de Elena sobre el ataúd, donde aún sonreía con ternura.

El ataúd que nadie podía mover
Cuando llegó el momento de trasladarla, ocho hombres jóvenes intentaron levantar el ataúd… pero no pudieron. A pesar del esfuerzo, el féretro no se movía. Parecía pegado al suelo. Un anciano murmuró:
—Debe estar triste aún. No puede irse.
Entonces, un chamán presente en el lugar habló con serenidad:
—Abran el ataúd. Ella todavía tiene algo que decir.
Lágrimas después de la muerte
Al quitar la tapa, todos quedaron paralizados. Dos lágrimas resbalaban por el rostro de Elena. Sus ojos entreabiertos y las pestañas húmedas dejaban ver un llanto reciente. Doña Helena cayó de rodillas, le tomó la mano y suplicó:
—Elena… ya no llores… Si te quedó algo por decir, háblanos, hija…
Un silencio profundo invadió el lugar.
La confesión que rompió el alma
De pronto, un sollozo rompió el silencio. Luis, el esposo, cayó de rodillas cubriéndose el rostro. Doña Helena le preguntó si había escuchado algo. Luis alzó la mirada, con los ojos rojos de tanto llorar, y confesó:
—Fue mi culpa… Ella se fue con el corazón roto…
Contó que Elena había descubierto que él le era infiel. No dijo nada, solo abrazó su panza y lloró toda la noche. Él le prometió que terminaría esa relación, pero ya era tarde. Esa misma noche comenzó con un dolor intenso que la llevó a la muerte.
—Lo siento… fui un cobarde… perdóname, Elena…
La última señal
El llanto se volvió general. Doña Helena, en medio de la lluvia, lloraba:
—Dios mío… ¿por qué sufriste así, hija? Perdóname por no haberte protegido…
Luis apoyó su frente sobre el ataúd, suplicando:
—Podés odiarme, podés enojarte… pero por favor, dejame llevarte a tu descanso…
Entonces, el ataúd se estremeció levemente. El chamán asintió:
—Ya soltó.
Los hombres lo levantaron con facilidad. El sonido de las trompetas volvió a sonar. Todos inclinaron la cabeza, despidiendo en silencio a quien partía con un corazón herido.
Luis quedó de rodillas bajo la lluvia. En su alma, cada disculpa retumbaba sin consuelo. Sabía que ningún llanto ni lamento podrían corregir lo que hizo. Y que en cada noche sin paz, la imagen de Elena llorando lo acompañaría como un recordatorio eterno de su error.
¿Qué aprendimos de esta historia?
Esta historia nos enseña que el daño emocional también puede ser fatal. A veces, el silencio de quien sufre es más profundo que cualquier grito, y cuando no escuchamos, podemos perder para siempre a quienes más nos amaron. Las palabras no dichas, las promesas rotas y la falta de empatía dejan marcas que ni el tiempo ni el perdón logran borrar.
Cuidar a quien tenemos al lado, respetar sus sentimientos y actuar con responsabilidad puede cambiar el rumbo de muchas vidas. Porque hay heridas… que nunca se sanan.
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