«¡Imagina cuánto gritará cuando se entere de que ya puse el apartamento a nombre de mi madre!» — se jactaba Dima, riendo mientras se abrochaba la camisa.

Elena lo miró con una ceja levantada, sentada al borde de la cama, envuelta en un bata de satén rojo.

—Quizás ya es hora de que te mudes, Dima.

Prometiste echar a tu esposa del apartamento, pero aún duermes con ella —dijo Elena, sacudiéndose el cabello y encendiendo un cigarrillo.

—Mañana lo arreglaré todo, lo prometo.

Hoy mismo la voy a echar.

Total, ella ya no tiene ningún derecho.

Cuando puse el apartamento a nombre de mi madre, ella ni siquiera se inmutó.
Confiaba ciegamente.
Ingenua.

—O tal vez solo eres un cobarde y ni siquiera sabes cómo divorciarte.

Conozco hombres como tú.

Venden sueños a las mujeres, pero luego siempre regresan a la cama conyugal.

Dima guardó silencio.

Sonrió con aire satisfecho y salió de la habitación.

Mientras volvía a casa, repasaba mentalmente su plan.

Iba a echar a Katja, ella lloraría, los niños gritarían, pero todo terminaría en una hora.

Por la noche sería un hombre libre.

Al entrar al portal, subió las escaleras con decisión.

Metió la llave en la cerradura, pero no pudo girarla: la puerta se abrió desde dentro.

Katja estaba ahí, pálida, pero con una mirada de hierro.
A su lado… su madre.

Dima se detuvo.
—¿Mamá? ¿Qué haces aquí?

—¿Yo?
Vine a revisar mi apartamento.
Es mío, ¿verdad? —dijo la mujer con tono frío.

Katja dio un paso atrás y le entregó una carpeta.

—Tenemos un pequeño problema, Dima.
Lo que no sabías es que, aunque el apartamento está a nombre de tu madre, legalmente fue comprado durante nuestro matrimonio, con dinero común.
¿Y adivina qué?

Mi abogado estaba muy interesado en entender cómo lograste transferirlo sin mi consentimiento.

—¿Qué…?
Tú no firmaste nada…

—Exacto.

Y por eso ahora tienes una denuncia en la policía.

Las estafas no pasan desapercibidas, querido.

Ah, y por si te interesa, tu madre aceptó colaborar con nosotros.

No quería involucrarse en tus tonterías.

La madre de Dima suspiró.

—Siempre has sido un niño malcriado, Dima.

Pensé que algún día crecerías.

¿Y ahora quieres echar a tu esposa y a tus hijos para irte a la cama con alguna amante insignificante?

Me has decepcionado.

Dima se quedó sin palabras.

Solo podía respirar con dificultad, intentando entender cómo le habían quitado el suelo bajo sus pies.

—Ah, una última cosa —dijo Katja entregándole otro documento—.

La sentencia del tribunal.

Desde hoy debes dejar el apartamento.

Los niños se quedan aquí.

Conmigo.

La puerta se cerró silenciosamente tras él, y Dima quedó solo en el pasillo.

La casa parecía en silencio.

Solo se escuchaba el viento entre las puertas.

Nunca antes se había sentido tan pequeño.