Durante un mes entero, la madre no vio a su hija regresar a casa. Preocupada, decidió visitarla… pero al llegar, un hedor insoportable la sorprendió en la puerta. Dentro, descubrió a su yerno escondiendo un costal bajo la cama…
A inicios de ese mes, una mañana cualquiera, Doña María, en un pequeño pueblo de Jalisco, estaba sentada en una vieja silla de mimbre en el corredor de su humilde casa. Su mirada permanecía fija en la carretera que llevaba a Guadalajara, donde vivía su hija.

Había pasado ya un mes desde que Ana —su hija— había ido como de costumbre a visitarla cada fin de semana. Siempre tomaba el camión, charlaba un rato con ella y compartían un sencillo almuerzo casero. Pero esa vez no hubo visitas, ni mensajes, ni llamadas. Cuando Doña María intentó marcarle por teléfono, el número estaba apagado.
En su corazón nació una angustia. “Quizás anda demasiado ocupada y se olvidó de llamarme”, se dijo, pero la preocupación seguía oprimiendo su pecho.
Ese día tomó el primer autobús a Guadalajara para buscarla. Ana vivía con su esposo, Raúl, en una pequeña casa rentada en una calle estrecha.
Apenas bajó del camión y se acercó al portón, un olor nauseabundo le dio de lleno en la cara. Se cubrió la nariz con la mano.
“Seguramente hay un basurero cerca”, pensó. Pero al mirar alrededor, la calle estaba limpia, los vecinos en lo suyo. El hedor provenía claramente de la casa de su hija.
Con voz temblorosa tocó la puerta:
—¡Ana! ¿Estás ahí, hija?
Silencio. Tocó otra vez, más fuerte. Nada. Empujó suavemente y la puerta se abrió de golpe.
Adentro todo estaba oscuro, las cortinas corridas.
—¿Ana? —llamó, con la garganta cerrada.
Sus pasos resonaban en la casa en penumbras. El olor era insoportable, le daba mareo. Vio trastes sucios amontonados, ropa tirada en el piso, muebles fuera de lugar.
“Santo Dios, ¿qué pasó aquí?” murmuró.
Al pasar junto a la recámara, un ruido la sobresaltó. Como si alguien se moviera bruscamente. La puerta estaba entreabierta. Con la mano temblorosa, la empujó.
Lo que vio la dejó helada: debajo de la cama había un costal viejo, anormalmente grande, con manchas oscuras en la tela. De allí salía el hedor insoportable…
Cayó de rodillas, con las manos temblando, y al abrir un poco el costal, un grito desgarrador escapó de su garganta: eran los largos cabellos de su hija.
—¡No! ¡No puede ser! —gritó, con lágrimas rodándole por el rostro.
En ese momento, desde el baño salió una figura. Era Raúl, su yerno. Su rostro estaba demacrado, los ojos hundidos. Al verla, se quedó paralizado y trató de aparentar calma:
—Mamá… ¿qué hace aquí?
Doña María, con la voz rota y señalando el costal, apenas pudo hablar:
—Raúl… ¿qué le hiciste a mi Ana?
Raúl retrocedió unos pasos. Su mirada de miedo lo delató. Supo que ya no podía ocultar nada. Tras unos segundos de silencio, cayó al suelo, cubriéndose la cara con las manos:
—Yo… no fue mi intención… Ese día discutimos. Ella quería divorciarse, yo me negué. En un arranque… pasó lo peor.
Aquella confesión fue como un puñal directo al corazón de Doña María. Se desplomó en el piso, llorando con un dolor que parecía arrancarle el alma.
Con las manos temblorosas buscó su teléfono para llamar a la policía. El sudor y las lágrimas hacían que se le resbalara. Raúl intentó arrebatárselo, pero ella gritó con todas sus fuerzas. El eco resonó por toda la cuadra. Los vecinos salieron alarmados, entraron a la casa y, al ver la escena, llamaron de inmediato a las autoridades.
Pocos minutos después llegó la policía de Guadalajara. Raúl fue esposado y llevado, con el rostro petrificado. Doña María permanecía abrazada al costal, como si aún pudiera sostener a su hija entre los brazos.
Los vecinos estaban conmocionados. Todos sabían que Ana y su esposo discutían a menudo, pero nadie imaginó un desenlace tan brutal.
El cuerpo de Ana fue trasladado al forense. Doña María lo siguió detrás, cada paso como si caminara sobre cuchillos. Lloraba sin detenerse, llamando el nombre de su hija:
—Ana… mi niña… ¿por qué me dejaste así? ¿Por qué, Dios mío, permitiste tanta injusticia?
Desde ese día, su cabello se volvió blanco de la noche a la mañana. La casa en el pueblo quedó vacía, llena sólo del murmullo del viento entre los mangos y la silueta encorvada de Doña María, sentada frente a la foto de su hija.
El dolor de haberla perdido era una herida abierta que nunca sanaría.
Cada mañana seguía esperando en el corredor, con la vista fija en la carretera. Pero ahora sabía la amarga verdad: ya no habría ningún autobús que le trajera de vuelta a su hija.
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